Cultura

Letras con acento británico

Uno puede perderse en la literatura inglesa, no hay orden cronológico, no se sigue una misma temática. Novelista de éxito, Jorge F. Hernández hace un recorrido por la narrativa británica.


Es probable que mi clara propensión a la obesidad se deba a la lectura (con mimetización incluida) de todo lo escrito por Gilbert Keith Chesterton. Clonación o no, todos sus lectores hemos abrevado en sus ensayos y al menos en una de sus novelas –El hombre que fue Jueves– de un intenso manantial que ejemplifica nociones básicas de cultura anglosajona: la diferencia entre la flema inglesa y el mamón ignorante, la dignidad de la honra a contrapelo del indigno imperdonable, la elegancia de la dicción por encima del ruido a secas.

Con Chesterton descubrimos que un cura aparentemente simplón como Father Brown puede ser un detective casi tan elocuente y sagaz como el Sherlock Holmes del inigualable Dr. Arthur Conan Doyle, y que para escribir crónicas y brevísimos ensayos en periódicos o recopilaciones en libro, el escritor de veras puede recurrir a las enormes minucias que conforman la realidad que nos rodea, tanto como a describir el paisaje del escritorio en un amanecer cualquiera o los restos del día que se nos quedan en los bolsillos (llaves, monedas sueltas, boletos del metro, servilleta de café intacta, etc.) como personajes de un cuentínimo íntimo y entrañable que se convierte en eso que Juan Villoro llama “literatura con prisa”.

También es probable que engordé por intentar clonarme con el Dr. Samuel Johnson en su paquidérmico empeño por escribir un diccionario minucioso de la lengua inglesa que no llegó a terminar. Se quedó precisamente en la letra E y en la palabra Elephant, pero su inmensa figura intelectual nos engordó a muchos, al menos con el retrato perfecto que le hiciera a manera de diario minucioso, más que biografía al óleo, su amigo James Boswell.

Aquí podría incluir como motivo de dieta los posteriores entusiasmos por la literatura entera de Charles Dickens o las obras completas de Joseph Conrad, pero vayamos por partes:

Crecí en un bosque de los Estados Unidos en donde la vastedad del paisaje justificaba lo que argumentaban las maestras como explicación esencial de la literatura norteamericana: “Es inglesa, pero con toda la geografía desplegada sin límite alguno”. Con ese lente, las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn se deben tanto al ingenio y humor de un tal Samuel Clemens, como al hecho de que el Mississippi sea un río interminable, o bien la grandeza de Hermann Melville se debe precisamente al tamaño de la ballena, y eso es como si negáramos la eternidad de lo minúsculo que saboreaban con destreza Edgar Allan Poe o Nathaniel Hawthorne... Lo cierto es que mis maestras de primaria y las demás hadas madrinas que me hicieron lector de niño en ese idioma que se pronuncia de tantas maneras, intentaban etiquetar las letras puramente americanas con el banderín del Espacio Abierto (en particular, todo lo que mira al lejano y más lejano oeste), mientras que para ellas la literatura inglesa se concentraba en condados de Nottingham, bosques de Sherwood, barrios de Dickens,casas de Jane Austen. El error de definir a la literatura inglesa como ajena al espacio se abatiría con la navegación de las obras de Joseph Conrad, por ejemplo, pero eso viene más adelante.

De niño empecé por leer adaptaciones de Dickens –no todas ilustradas– que nos formaron como asiduos usuarios de la biblioteca elemental de mi escuela y luego, de la municipal del condado de Fairfax.

No hubo un solo amigo que no quisiera quejarse como Oliver Twist por la cantidad y calidad de la sopa que nos servían en la cafetería de la primaria, y luego identificábamos a los que ahora llaman bullies como descendientes directos de los malvivientes carteristas que secuestraron a Oliver en las alcantarillas del inframundo.

Unos años después, en ediciones ya completas con la adolescencia a la vista, algunos imaginaron como proyecto de vida la biografía de David Copperfield y empezábamos a soñar nuestra propia digestión de París y de Londres cuando nos recomendaron leer La historia de dos ciudades. Eran los mejores y los peores tiempos de esa edad en la que –por lo menos una vez al año– cualquier lector percibe la inmensa estatura de Dickens con la lectura obligatoria de su Cuento de Navidad. Simplemente no es Navidad sin Ebeneezer Scrooge y su larga noche a través de los tiempos y quienes me conocen saben que no pasa un año sin que lo relea (muchas veces, en voz alta y haciendo voces como para también honrar al propio Dickens, que extendió en lecturas públicas las maravillas de su literatura en tinta).

Con la adolescencia llegó también la mudanza a México y empecé a leer en traducciones al español a muchos ingleses cuyos libros ya no tenía a la mano. Por lo mismo, La isla del tesoro de Roberto Louis Stevenson no queda signada como exclusiva literatura infantil o juvenil, sino al contrario: puente para leer absolutamente todo lo que se le ocurrió a este genial paseante quien, además, era celebrado por Borges, un obvio referente obligatorio para todo lector ya anclado en el español. Pero el propio poeta argentino se encargó de iniciar en las letras inglesas a no pocas generaciones de lectores que obedecíamos a pie juntillas sus prólogos, ensayos, entrevistas y recomendaciones. Sería deshonesto negar que lo poco que sabemos de Beowolf o los Cuentos de Canterbury son en realidad muescas sobre un iceberg que no hemos escalado o buceado del todo, pues nos bastaba ser guiados por la mano de un poeta ciego, tanto como de la manga de auténtico Harris Tweed, chaleco y corbata fina que portaba Adolfo Bioy Casares en aquel leído y releído ensayo que era prólogo para un volumen de ensayistas ingleses que al menos mi generación leyó como obligatorio sin que lo pidiera nadie en las aulas.

Los ensayos de Edward Hazlitt, el propio Stevenson y una rara mescolanza que iba desde Bertrand Russell a los poetas desde Byron a T.S. Elliot, el descubrimiento de Tolkien y sus mundos, la llegada de Frankenstein en blanco y negro para luego leerlo como invento de Mary Shelley, se enredan en una licuadora de alta velocidad en donde se volvió más accesible conseguir ediciones originales, sin importar que seguían apareciendo más y más traducciones en el camino de esta sana enfermedad de leer a los ingleses como quien decide vestirse de londinense o escuchar unas gaitas a lo lejos. En la revoltura, llegó un ayer en que Shakespeare –si bien siempre se me ha enredado la lectura de todo teatro– se convirtió en el utilísimo recurso para cualquier ligue con la traducción instantánea de sus sonetos.

En unas ingeniosas ediciones que alineaban los sonetos de Shakespeare como píldoras de autoayuda se aliviaban los nervios ante cualquier sobremesa y se armaba uno de buen parque para abatir a todo engreído de sobremesa, pero en la revoltura de lecturas inglesas de pronto apareció una suerte de victoriana ortodoxia por venerar a los poetas como gremio aparte de los novelistas y ensayistas, tal como la revelación de que Irlanda era la vera cuna de la literatura inglesa como país: W.B.Yeats, Oscar Wilde, James Joyce, George Bernard Shaw, D. H. Lawrence. Evelyn Waugh, Tristram Shandy desfilaban en estantes propios y ajenos, al tiempo que por edad y greñas o por culpa de Monty Python y Benny Hill, mi generación también se dio a la tarea de leer los trabajos de John Lennon que no fueron canción al alimón con McCartney.

In his own write, de John, era hábil juego de palabras para declarar al mundo su derecho de publicar los retruécanos, albures, juegos y pure jiberish que le vinieran en gana, pues ahora ya las canas también confirman lo que sentíamos desde entonces: por andar leyendo a los ingleses de esa genial literatura polifacética e inabarcable we all have a right to be wrong. Es decir, que se vale equivocarse y por ende, quienes creyeron que las letras de Salman Rushdie eran pura prosa herética e hindú, de pronto descubrieron que se trata nadamás y nada menos que de un escritor inglés, porque así como en Londres lo que fuera el imperio que cubría el mundo entero se extiende ahora en reducidos planos del Undergound o coloridas rutas de los Double Deckers rojos, V.S. Naipul, KazuoIshiguro, Hanif Kureishi están al lado con toda razón de Martin Amis (a quien le debemos, entre otras joyas, ese monumento de desgarradora verdad que se llama Koba, biografía del chacal Stalin) y de allí para acá los infaltables aciertos de Ian McEwan, la revalorización constante de Virginia Woolf, el descubrimiento (en mi caso tardío y por razones necias) de la perfecta prosa de Charles Darwin, capaz de hacer ver al lector paisajes y animales que no vienen dibujados en la página siguiente, o la heroica traducción de Richard Francis Burton que se disfrazó de pies a cabeza para entrar a la Meca, tal como se cubrió con más de siete velos para que muchos leyésemos las Mil noches y una noche (traducido indebidamente como Mil y Una) y así, con otros viajeros envidiables, algún cuento y no pocos tomos de Sir Winston Churchill, la filiación inquebrantable con Sherlock Holmes, la risa que no traduce bien al español de P.F. Wodehouse, todo el hombre de letras que fue el niño J.M Barry y su Peter Pan con todo y Wendy o todo lo que le debo a Rudyard Kipling y a W.H. Auden...

Que se pierde un orden cronológico y no se sigue una división académica o temática quizá porque la literatura inglesa es un viaje impredecible. Va de retro con la recurrencia siempre funcional de volver a los clásicos intemporales y sorprende cada vez que gana el Booker un parlante de perfecto acento cockney, aunque nacido en las Antillas. Del latín compartido con nuestra lengua emanaron en Inglaterra todos los giros y las caras de una literatura de elegante ingenio y constante enredo de sus tramas, de personajes entrañables como los habitantes de Wilkie Collins tan cercanos a la puesta en escena de novelas convertidas en teatro de gran nivel o películas de gran pantalla, con el distintivo polifacético de los rostros alargados y la neblina en los parlamentos, la puntualidad hasta en los párrafos y ese raro estoicismo que aparece hasta en sus brotes de hilaridad, la sonrisa sin mueca, el duelo sin lágrimas de plañidera, la pompa y la circunstancia.

Entre Wit & Wisdom (que no es un crucero de calles ni un despacho de abogados, sino Ingenio y Sapiencia) la literatura inglesa abreva de mirarse a las entrañas de sus compotas y mermeladas, sus paisajes y sus caminos verdes sin tiempo, su nobleza de siglos e intocable, sus castillos y mazmorras, su nostalgia de imperio sin fronteras y sí, tengo que agradecer públicamente a Ian Fleming y los muchos libros donde se encargó de hacer público mi secreto afán por salvar al mundo de los peores villanos, en esa línea de superior propensión literaria que emana de los servicios secretos al servicio de su Majestad desde los tiempos en que los piratas en sus naves cruzaban los párrafos del mundo como héroes admirables. Imaginación y memoria, erudición y a veces pedantería, la gracia incluso en medio de las peores desgracias o dicho como si fuera un título: Stiff Upper Lip, que es el labio que se queda quieto incluso al soltar la risa, paladear un buen whisky de malta o imaginar –para asombro del mundo entero– las sucesivas aventuras de un niño estudiante de magia en un colegio de bufandas y corbatas a rayas bicolores que sólo podría encontrarse en Inglaterra, en tren y en el milagro de una literatura que siempre genera más y más lectores.

Google news logo
Síguenos en
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.