El Hay Festival es el evento literario más importante en la América Latina, y cada vez que hay una edición en alguna de sus sedes ésta se convierte en un centro de peregrinación. En la edición colombiana reciente, vimos salas abarrotadas de dos mil o tres mil personas. Después de algunos años en países como México, Colombia y Perú, gracias a sus directores Peter Florence y Cristina Fuentes, escritores y lectores de muchas partes se encuentran para hablar de las experiencias intensas de los libros. Las brillantes fotos de Daniel Mordzinski han recuperado para siempre el asombro de todos los asistentes al evento. No en balde Bill Clinton lo llamó alguna vez el “Woodstock del pensamiento”.
En la última edición en Cartagena de Indias, Sergio Ramírez hace una presentación magnífica de su última novela Ya nadie llora por mí, donde reaparece su detective Dolores Morales. El gran J. M. Coetzee, con una voz firme y delgada, adecuada a su prosa, lee su relato “La perra”. Y en otro escenario la colombiana Pilar Quintana habla de la novela del mismo nombre, un relato escrito con una potencia y una economía ejemplares sobre una mujer sola frente al vacío del mar.
Cartagena, que integra la severidad de la arquitectura colonial española con la suntuosidad de la vegetación caribeña, es un marco natural para este despliegue de la diversidad cultural. Este antiguo puerto que soportó tantos ataques de la flota inglesa ahora recibe a sus escritores.
En una mesa dedicada a Shakespeare y a Cervantes, Salman Rushdie señala la posición de ambos escritores respecto a la guerra. Shakespeare nunca estuvo en una batalla pero en sus obras la guerra aparece dignificada, como ocurre en el famoso discurso en el cuarto acto de Enrique V. Cervantes, en cambio, fue a la guerra, perdió parte de la mano en Lepanto, sufrió el secuestro largos años en Argel. Y, a diferencia de Shakespeare, escribió una novela que ironiza al guerrero y a la guerra misma. En otra conversación sobre su obra y su vida, el novelista Juan Gabriel Vásquez recuerda el momento en el que el ayatola Jomeini, después de la publicación de Los versos satánicos, condenó a muerte a Rushdie. Sí, contestó el escritor. Pero el que murió fue él. El auditorio respondió con un largo aplauso.
Cuando uno sale de festivales como éste, siente que todavía hay un grupo de personas que cree que la lectura y el pensamiento tienen un lugar en sus vidas. La literatura aún importa. No es frecuente pensarlo, y menos decirlo.