“Un secreto fue soltado de sopetón por la abuela de Ligia: ‘tu trastarabuelo fue un alto jerarca de la Iglesia que embarazó a una joven Josefa, tu trastarabuela’. El escándalo fue tal, que Josefa tuvo que mudarse de España a Nicaragua”, dice el escritor Guillermo Arriaga sobre Por mi gran culpa, la nueva novela de Ligia Urroz (Nicaragua, 1968).
Por cortesía de Hachette Livre, presentamos un adelanto de la obra, que desde la ficción aborda la historia de Josefa, una joven española del siglo XIX.
Galicia 1870
Don Rafael se abrió paso entre la muchedumbre de emigrantes flanqueado por sus dos hijas y los cargadores que traían los baúles de las jóvenes. El Zarabanda se mostraba soberbio con su chimenea de vapor y sus mástiles erguidos rasgando el azul de agua y las nubes de Galicia. El patriarca quería entregar la documentación para que las muchachas abordaran con premura. Los papeles estaban en regla, con el sello del notario. Las mujeres menores de veinticinco años que viajaban solas eran obligadas a presentar un permiso de sus padres —o sus maridos, en el caso de las casadas— visado por el gobernador de la provincia respectiva. A pesar de su estado de ingravidez —difícil de notar por su flacura— Josefa era una mujer soltera y así llegaría hasta Nicaragua. Más tarde, lejos de las autoridades de migración, dirían que era viuda y estaba embarazada de su malogrado marido.
No sabían si la sociedad leonesa de Nicaragua sería igual de conservadora que la española; temían que sí. Don Rafael entregó los papeles al inspector y abrazó largo y fuerte a sus hijas. Se tragó sus lágrimas y consiguió mantener la voz sin quebranto, debía transmitir fortaleza en un momento tan crucial. Con discreción les indicó que se cuidaran y repitió la orden de doña Lola: no enviar correspondencia hasta dar con un correo seguro. Prometió visitarlas en cuanto le fuera posible. Les pidió custodiar las monedas de oro con las que se sostendrían al llegar. Las bendijo con la señal de la cruz, ellas besaron sus mejillas y, anegadas en lágrimas, le pidieron que protegiera a su madre y a Genoveva. Las miradas de las jóvenes siguieron la espalda de su padre hasta perderse en el gentío.
La recepción de los viajeros de primera clase era distinta a la de los emigrantes de segunda y tercera. Los últimos viajaban hacinados y se formaban en largas colas para subir al vapor; los de primera, como Josefa y Dolores, eran recibidos de inmediato con un servicio de té. Los cargadores transportaron una parte de los baúles a las bodegas y los más necesarios a su camarote. Los vestidos pesados, la ropa blanca o el menaje de casa irían debajo, pues el aposento tenía el espacio reducido.
El concierge entregó a las hermanas un plano de la organización del barco y mandó a su mayordomo a darles una visita guiada por los lugares privilegiados de primera clase: las áreas de paseo, el comedor, la biblioteca, los salones para los juegos de mesa, las tertulias musicales y literarias. Las jóvenes quedaron sorprendidas por el lujo y la majestuosidad del barco. ¿Cómo se podía sostener en el agua ese edificio gigantesco? Visitaron la enfermería y la capilla donde se celebraría misa todos los domingos y fiestas de guardar. Hacía varios años que una real orden obligaba llevar a bordo tanto a un cirujano como a un capellán, les informó.
En la visita por el barco, Josefa vio un letrero que decía “Penado el tráfico o la trata de esclavos”. En España y en sus colonias la esclavitud era legal —y lo sería hasta una década y media después—, pero en la educación de las niñas esa información no estaba presente. Por un momento, Josefa previó que entraba en un mundo cuyas reglas básicas le eran desconocidas.
El compartimento de las hermanas era un aposento con dos camas, un lavabo con agua corriente —podrían asearse a diario si lo deseaban— y un tocador o escritorio pequeño. Empacaron vestidos sencillos pero elegantes para viajar con comodidad. Josefa mencionó que pronto notaría ajustadas sus faldas de la cintura, y tal vez del busto, pero Dolores la tranquilizó indicando que ya las arreglarían en su momento, pues sabían algo de costura. Al instalarse, las hermanas cargaban un miedo pesado: desde ese momento, estaban por ellas mismas. Deberían elegir su futura casa, organizar sus horarios, la comida y, sobre todo, los nuevos vínculos. Las decisiones siempre habían sido tomadas por doña Lola y don Rafael; ellas obedecían a cal y canto.
La libertad de elegir paraliza a quien vive de órdenes. El Zarabanda seguía recibiendo pasaje de tercera. La hora de zarpar sería justo después de la cena. Si en el trayecto hacia su destino final alguien preguntaba los motivos de su viaje, responderían que las encomendaron establecer una academia musical en el Nuevo Mundo. Las esperaban familiares en León, Nicaragua. Alcanzaron sus bolsos de mano y salieron temerosas al comedor.
Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa
Castilla y León (cuatro meses atrás)
Confiteor Deo omnipotenti,
et vobis, fratres;
quia peccavi nimis cogitatione, verbo, opere et omissione:
me culpa, mea
culpa, mea maxima culpa.
Ideo precor beatam Mariam
semper Virginem,
omnes angelos et sanctos et vos, fratres,
orare pro me ad Dominum,
Deum nostrum.
Amen.
Dolores, Josefa y Genoveva entran a la iglesia escoltadas por sus padres, doña Lola y don Rafael, templarios responsables de resguardar su virtud y moral. La familia acostumbra los ojos a la negrura de la catedral de Santa María de Regla de León, un recinto umbrío donde los vitrales góticos apenas dejan filtrar débiles hilos de luz.
El aroma a humedad, parafina, flores blancas e incienso se mezcla con el olor repugnante del tabaco rancio y de la grasa corporal, del aliento de las bocas con dientes cariados y de los sobacos agrios de la feligresía. La iglesia es un territorio donde, a la par del amor de Cristo, serpentean el castigo y la represión.
La comunidad toma su sitio en las bancas de madera. Las hermanas, respetuosas, procuran no pisar el desgastado reclinatorio rojo que se extiende debajo de sus faldas y crinolinas. A los pocos minutos da inicio el canto de entrada e irrumpe el obispo: la congregación calla como si Dios mismo o uno de sus arcángeles bajasen a la Tierra. El cura es un hombre pálido, de una belleza celestial, dotado con la potestad de absolver el pecado primigenio, la mancha original. Los fieles quedan demudados ante su presencia. Es un seductor de mentes, almas y cuerpos. Llega al altar y, como es costumbre, da la espalda a la comunidad, posa sus ojos en la efigie del Dios crucificado.