Capítulo I
Junio
Nadie habría reconocido al joven que salió del carro negro en la entrada cercada de la finca de los Velasco. Incluso si lo hubieran estado esperando.
Todavía no caía la tarde; la puesta de sol envolvía la casa en una elegante danza de sombras y luces, haciéndola parecer más grande y misteriosa que en las fotos que él había estudiado. Por mera apariencia, se aseguró de mantener el carro esperando junto al interfón. Él era atractivo; recientemente se había cortado el cabello negro para que cayera justo sobre la frente. Sus zapatos boleados con cuidado resaltaban en el empedrado. Se ajustó el saco, colocó su maleta junto a los pies y después tocó el timbre dando un paso hacia atrás para asegurarse de salir completo en la cámara.
—Sí, diga —respondió una voz de mujer.
—Hola. Mi nombre es Julián Villarreal —contestó. Hubo una pausa, pero el joven sabía que no le convenía esperar tanto—. Era amigo de Alejandro —agregó.
Se escuchó un click cuando la mujer colgó y, segundos después, la reja empezó a zumbar al momento de abrirse.
—Pase, por favor —dijo la mujer mientras le daba acceso.
Este Villarreal era un hombre de gustos impecables. Ya lo era incluso cuando él y Alejandro recién se conocieron. Aun así, el hombre movió los hombros para ajustarse el saco en una breve punzada de incertidumbre antes de despedir al chofer con un gesto de la mano. Después levantó su maleta y cruzó el largo camino hasta la casa con estilo de hacienda. Al llegar a los escalones de piedra, pudo admirar lo que alcanzaba a ver de la propiedad: palmeras lozanas, una floresta de plantas endémicas, arbolitos cítricos en macetas que decoraban las paredes blancas estucadas, adornando un pasaje arqueado que parecía llevar a un patio. Pudo oír el murmullo de una fuente desde dentro y oler el dulce aroma de las flores azules y blancas de plumbago. Los cerros ondulantes de San Miguel de Allende podrían haber sido una pintura de fondo si no fuera por las sombras de las nubes en movimiento.
Esto era el paraíso. Casi. Sintió que algo oscuro dentro de sí empezaba a palpitar. Esperaba que fuera ira y pérdida, pero no esta sensación de… deseo.
La puerta se abrió antes de que llegara al timbre; una mujer alrededor de sus cincuentas lo observaba desde dentro, llevaba sobre la ropa un delantal amarillo mostaza.
—El señor Alejandro… no se encuentra —informó la ama de llaves sin moverse de en medio de la entrada.
Era una forma interesante de expresar que Alejandro simplemente no estaba allí. Aunque pensándolo bien, ella no era la única que manejaba el lenguaje en código. Él asintió levemente y aclaró que había venido para hablar con la madre de Alejandro.
—De hecho, quería hablar con la señora Velasco.
La mujer lo examinó por un momento, luego se hizo a un lado y guio al joven hacia adentro. Le pidió que esperara un momento mientras buscaba a la señora de la casa. Él vio al ama de llaves retirarse en silencio por un pasillo a la derecha, y pronto escuchó el suave golpeteo de sus pasos sensibles en una escalera cercana.
Desde el pasillo arqueado podía ver el gran patio de frente a través de algunas puertas de cristal. Una fuente cubierta de mosaicos se alzaba en el centro, la cual se iluminaba contrastando con el cielo que oscurecía rápidamente. Se imaginaba las fiestas celebradas en ese patio: parejas bailando y dando vueltas, risas resonando en las paredes mezclándose con el chapoteo del agua; un Alejandro encantador de dieciséis años socializando con los amigos de sus padres mientras bebían del oporto que le robaron a su papá.
Un peso amenazó con aplastar su pecho —un sentimiento parecido a la ira—, luego se giró para examinar el resto de la casa. Conforme contemplaba el ambiente, escuchó pasos que venían bajando de las escaleras. Sacó sus manos de los bolsillos y entrecruzó sus dedos para parecer más accesible. En eso, vio a María Velasco salir de una habitación casi invisible. Supo de inmediato que era ella (Alejandro le había mostrado muchas fotos). Era una mujer de cincuenta y tantos años, atractiva e imponente, vestía un traje de pantalón verde oliva, su porte daba la impresión de que acababa de hacer negocios antes de que él llegara. No había duda del parecido con su hijo.
—¿Julián Villarreal? Reconozco el nombre. Eras amigo de Alejandro —dijo en inglés con un tono de pregunta en su voz.
—Sí, de la escuela de posgrado en UCLA. Jugábamos tenis juntos —le parecía extraño hablar de esto en pasado. Había sido verdad hasta unas cuantas semanas—. Iba un año arriba de mí. Me permití descansar este verano porque… bueno, seguramente usted me entiende. Ale era un buen amigo.
María se llevó la mano al dije de su collar de plata. Tenía una mirada que lo hizo preguntarse si había traspasado un límite o si había cometido otro error crucial. Contuvo la respiración esperando que la reacción de ella se tornara hostil; que lo regañara por aparecer sin previo aviso, un extraño entrometiéndose en una familia de luto.
—Lo siento —dijo ella al final—. Debería conocer a sus amigos. Solía hacerlo, incluso a los del internado. Pero en estos seis años desde que se fue a Estados Unidos… —dijo con voz cada vez más baja.
Después de un momento, todavía parecía perdida en sus pensamientos, así que Julián decidió que distraerla era la mejor estrategia y señaló la maleta de lona que traía.
—De hecho, traigo algunas de sus cosas. Quería asegurarme de que llegaran a ustedes.
Eso la suavizó un poco.
—Pasa, por favor. ¿Quieres algo de tomar? ¿Café? ¿Cerveza? —le ofreció con una sonrisa.
Era exactamente la sonrisa de su hijo.
***
Veinte minutos después estaban tomando carajillos en la sala entreteniéndose con historias de la escuela. Le contó la vez en que Alejandro se sentía inquieto y convenció a un grupo de sus amigos para que manejaran en la madrugada a Ensenada en Baja California, pero a nadie se le ocurrió reservar cuartos en un hotel y tuvieron que dormir en la playa.
—¿Mi hijo? ¿En la playa? —Se rio la señora Velasco—. Cuando era pequeño odiaba la arena y estar sucio. Solía tomar varias duchas al día. Era el único niño de ocho años al que no se le tenía que convencer para que se bañara.
—A decir verdad, pasó mucho tiempo de su vida en el agua —dijo él—. No dejaba de ir a ese lugar. Yo no sabía por qué hasta ahora que usted me cuenta esto. Pensé que solo trataba de ligarse a las chicas.
—Las dos cosas pueden ser ciertas —dijo la señora Velasco y ambos rieron.
—Está rico —afirmó él, agitando su bebida en su mano.
Hecho con café expreso y Licor 43, el líquido café oscuro brillaba a la luz, un premio perfecto después de un día de viajes.
—Hablar de él con alguien más…, no puedo imaginar cómo lo está sobrellevando.
La señora Velasco palpaba la correa de piel del reloj que él le había dado —el reloj de Alejandro—. El dolor se proyectaba en sus ojos. María apenas revisó la maleta de lona, la cual contenía algunos libros, unos elegantes lentes de sol, la computadora de su hijo, entre otras cosas que Julián había recogido. Se mantuvo quieta por un momento, luego se aclaró la garganta.
—Sí, bueno, hemos tratado de mantenernos ocupados. En especial Gabriel. Se sumergió en el trabajo por una fusión de las compañías que ya se estaba llevando a cabo antes de que Ale… —Frunció el ceño y negó con la cabeza. Él sintió que ella estaba luchando contra un pensamiento intrusivo, algún recuerdo.
María no era la única atormentada por los recuerdos.
—En realidad, somos afortunados —dijo finalmente mirando su vaso—. La forma en que la vida nos ofrece estas pequeñas distracciones. De otra manera, no estaría segura de cómo podríamos seguir adelante.
Ahora sonreía con tristeza. Él intentó devolverle la sonrisa, pero solo consiguió asentir manteniendo sus dedos aferrados al apoyabrazos.
Guardaron silencio. Julián aprovechó para observar la habitación: el tapiz enmarcado en la pared —supuso que fue hecho a mano en Oaxaca—; una estatua pequeña dorada de Don Quijote en la esquina, costosa pero no de mal gusto. Podía escuchar el suave tintineo de la fuente en el patio. Era un susurro placentero.
—Pensé que todavía no íbamos a entretener invitados —dijo una voz ronca detrás de ellos.
El joven notó que el rostro de María se volvía serio de nuevo, por lo que se giró sobre su hombro para mirar. Reconoció a Gabriel Velasco de inmediato y se levantó.
—Señor Velasco, un gusto finalmente conocerlo —dijo Julián en español.
—¡Inglés en la casa! —dijo María bruscamente—. Por favor. Y puedes llamarnos María y Gabriel y hablarnos de tú, no hay necesidad de tanta formalidad.
Gabriel mantuvo la mirada del joven y sonrió.
Julián reconoció la sonrisa, no como la de Alejandro, sino como la de alguien que ha practicado su encanto para abrirse camino en el mundo. Sabía exactamente lo que el poder de una sonrisa podía hacer.
—Regla de mi esposa —afirmó Gabriel asintiendo—. Por más que quiera presumir mi español, es una costumbre que implementamos para que nuestros hijos pudieran aprender ambos idiomas a la perfección. La hemos mantenido a lo largo de los años, obviamente sin llegar al fanatismo, pero nos hemos apegado a ella.
Era un recordatorio de que era un migrante estadounidense. Había venido a México a inicios de sus veintes y nunca se fue. Su estilo y personalidad encajaron a la perfección con la clase alta de la sociedad mexicana. Incluso su español prácticamente no tenía acento. Era casi lo opuesto a Alejandro y Julián, quienes amaban México, pero se habían establecido en Los Ángeles con su inglés perfecto. Era algo que a familias como los Velasco les parecía crucial.
—Pero creí que habíamos dicho no invitados, cariño. ¿O te sientes mejor?
—Fue mi error —dijo el joven extendiendo la mano—. Vine sin avisar solo para presentar mis respetos y entregar algunas de las pertenencias de Alejandro.
Sin embargo, Gabriel no dejó de hacer contacto visual con él. Intentó que su sonrisa no titubeara. La mano de Julián seguía tendida entre ellos, un incómodo recordatorio de que se había quedado sin estrechar. Finalmente, la bajó.
—Siento mucho su pérdida. A veces yo… —Respiró profundamente—. Siento como si él estuviera aquí.
Intentó leer la reacción de Gabriel para ver si su tono de voz había sido recibido según su intención, pero el señor tenía el rostro impasible. El visitante no estaba tan sorprendido, considerando algunas de las historias de Alejandro. Considerándolas todas, de hecho.
Este era el mundo en el que Alejandro había crecido. Por fin él estaba aquí, viéndolo por sí mismo. Se sintió dividido, una mitad quería verlo todo, conocer cada detalle, y la otra, prender un cerillo y quemarlo. Estaba nervioso y trató de no dejar que se notara.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Gabriel. Estas palabras eran más ásperas que su tono, el cual era amigable. Un atisbo de sonrisa aparecía ahora, vislumbrándose a través de su barba entrecana de tres días.
Se encogió de hombros y, apenado, sabía que tenía que suavizar la impresión que dejó en Gabriel.
—La verdad es que Ale siempre hablaba de San Miguel y yo estaba buscando un cambio de aires de Los Ángeles. Ahora estoy de vacaciones de verano. Lo único que podía oír era la voz de Alejandro contándome cosas sobre los cerros de aquí, el club, la gente, las canchas… Quería presentar mis respetos. Quizá, incluso, pueda ayudarles de alguna manera en lo que busco: que es lo que sigue para mí.
Dejó que su voz se desvaneciera, se quedó pensativo, sonriendo a Gabriel, buscando una reacción en el rostro del hombre. Pero era imperturbable. Representaba un desafío.
Sintió que la parte de él que amaba ser desafiada cobraba vida. El competidor. Quizá era momento de jugar su carta maestra.
—Saben qué —mencionó lentamente—. Yo fui quien… —Por un momento la imagen del cuerpo de Alejandro inundó su mente, lo hizo tartamudear—. Yo fui quien lo encontró —dijo simplemente.
Quería interpretar el papel de alguien que estuviera en shock y dolor (el problema era que eso era verdad. El shock había sido real). Lo sintió como un golpe en el estómago.
Los Velasco claramente se pusieron tensos, y Julián otra vez se preocupó de haberse equivocado. ¿Acaso fue muy temprano haberles mostrado esa carta? Mierda.
María cerró los ojos y se puso la mano en la frente, como si de repente estuviera sufriendo una migraña.
—Lo siento —dijo en voz baja—. Sentía la necesidad de hablar esto, pero veo que no fue lo apropiado. Me retiro.
Empezó a abrocharse los botones de su saco, pero María abrió sus ojos de golpe.
—No, quédate. Está… bien.
—¿De verdad?
Ella asintió. El lenguaje corporal de su esposo era mucho menos afable. Este se inclinó para tomar el carajillo que María había dejado en la mesa de centro y el visitante pudo ver las venas en la mano y los tendones tensos al momento de sujetar el vaso.
—Por favor, siéntate, Julián —le pidió María—. ¿Decías que era lo que Ale contaba de San Miguel lo que te hizo querer venir?
Hizo lo que le pidieron, agradecido por la forma en que María aliviaba la tensión. Aunque Gabriel no parecía tan relajado. Todavía se encontraba de pie y a unos pasos del joven que se sentía obligado a mantenerse parado a pesar de la solicitud de María.
—Sí, bueno, de hecho, de lo que él más hablaba era del club de tenis —confesó dando un trago a su bebida—. En UCLA, Alejandro y yo íbamos a las canchas casi diario, pero siempre mencionaba que las instalaciones y las vistas, simplemente no se comparaban a las del club de aquí de San Miguel. Pensé que podría darles un vistazo mientras visito la ciudad.
Hizo contacto visual con María. Se sentía contento de ver que su expresión se tornaba más cálida.
—Entonces, también juegas tenis —confirmó ella—. ¡Qué maravilla! Ahora me acuerdo un poco más; sí, nos contó de ti. Un amigo de la escuela de negocios y un rival de tenis. Eso debe significar que debes ser muy bueno, debes estar a la altura de nuestro Ale.
Antes de que pudiera responder al cumplido, la mano de Gabriel le dio palmadas a su hombro.
—Un consejo. La gente en esta ciudad es muy reservada sobre sus asuntos personales. Si quieres hacer amigos aquí, te haría bien recordar esto —le sugirió Gabriel apretándole el hombro. Después se sentó al lado de su esposa, tomando un gran sorbo al carajillo que le había quitado—. Nosotros, los Velasco, no somos diferentes. De hecho, somos más reservados que la mayoría.
Tal vez hablar sobre Alejandro había sido un error.
—Tu visita aquí para presentar tus respetos es muy amable —continuó Gabriel—, pero ha sido importante para nosotros darnos nuestro tiempo para llorar por el accidente de Alejandro. La muerte es un asunto privado, ¿no crees?
Algo había cambiado en su tono, incluso si estaba siendo amigable. Había un matiz de gruñido en sus palabras, como una bestia que alerta a sus presas.
Un accidente… Era una forma extraña de describir la causa de muerte de Alejandro.
Se había dictaminado como suicidio, pero había anticipado que su familia podría estar ocultando algunos detalles de su muerte a otras personas. A las familias como los Velasco les gustaba ocultar cosas vergonzosas bajo la alfombra, y suicidio o no, la muerte de Alejandro era algo vergonzoso. También sabía que ser él quien descubriera el cuerpo de su hijo lo convertía en un riesgo para ellos; le daba poder en su mundo, en especial si no estaban siendo transparentes respecto a los detalles. Iba a necesitar toda la ventaja posible.
Se le figuró que María Velasco también notó el tono de Gabriel porque puso su mano sobre la rodilla de su esposo y se aclaró la garganta.
—Amor, ¿puedo hablar contigo en privado un momento?
Gabriel le lanzó una mirada a su esposa y luego estudió al visitante, que los observaba como si tratara de detectar alguna comunicación secreta entre ellos.
—Claro.
Se levantaron.
—Por favor, Julián, siéntete como en casa —dijo María—. Volvemos en seguida.
Sonrieron cortésmente y salieron de la sala de estar. Desaparecieron cruzando otra puerta al final del pasillo arqueado.
Se sentó un momento en silencio, esperando escuchar sus voces desde el pasillo, pero conversaban muy bajito y lo que sea que tenían que discutir permanecería en secreto. Entonces, notó una foto enmarcada en una repisa. Escuchó de nuevo para asegurarse de que aún no vinieran, se levantó y observó más de cerca.
Reconoció las canchas de tenis de UCLA en la foto. Ale estaba en pleno saque, con una afición modesta en las gradas detrás de él y fuera de enfoque. Repasó en su memoria para ver si podía reconocer en qué torneo se había tomado la foto y si él también había estado allí. No podía encontrarse en el público, ¿o sí?
A pesar de la tentación de colocar la foto boca bajo, siguió explorando, veía detenidamente los libros sobre las repisas y otras fotos en la habitación. En una de ellas, la familia Velasco se encontraba en una playa del Caribe, cuando Alejandro y Sofía eran adolescentes. Los cuatro estaban recostados en camastros de playa que combinaban, y el agua turquesa brillaba en el fondo. Lucían esas sonrisas despreocupadas y relajadas de las personas ricas y hermosas que están de vacaciones. Aunque sabía bien cómo las apariencias podían engañar.
La puerta al final del pasillo se entreabrió y volteó a ver esperando que regresaran. Sin embargo, no aparecieron. Daba la impresión de que no estaba bien cerrada —una brisa de los numerosos patios al aire libre debió abrirla—, por lo que ahora podía oír sus voces apenas perceptibles. Estaban discutiendo, sin lugar a duda, pero en voz baja. Sabiendo que su ventana de oportunidad era pequeña, se adentró en el pasillo. Sus nuevos zapatos hacían un leve eco sobre el suelo de azulejos españoles. Había más fotos en la pared; podía fingir estar viéndolas si fuera necesario.
Pudo recoger algunos fragmentos de la conversación.
—Dice que es amigo de Ale, pero ¿qué diablos sabemos de él?
—No voy a confiar en uno de sus amigos solo porque está en mi sala de estar —añadía Gabriel.
Luego se escuchó la voz de María, más suave y reconfortante. Con cuidado dio un paso más hacia la puerta abierta.
—Vino desde tan lejos… El único…
Dio otro paso, y otro.
—Lo mejor será tenerlo cerca —comentaba María—. Vigilarlo. Obviamente, él sabe lo que pasó.
Tras una pausa tensa se congeló. Estaba a punto de retroceder, pero Gabriel dio un suspiro resignado.
—A lo mejor ni siquiera se queda por mucho tiempo —dijo María.
Sonrió para sí mismo mientras se deslizaba de vuelta a la sala de estar donde lo habían dejado. Había sido arriesgado mencionar que había encontrado el cuerpo de Ale cuando apenas había conocido a los Velasco, pero quizá habría valido la pena después de todo. Se inclinó para estudiar un estante repleto de varias ediciones de El arte de la guerra de Sun Tzu. Había por lo menos treinta copias en varios idiomas.
—¿Lo has leído alguna vez? —preguntó Gabriel, entrando en la sala de estar.
Se sintió feliz al ver una leve sonrisa en el rostro del hombre. De inmediato le recordó la sonrisa burlesca de su amigo. Ahora era genuina, no como antes. Sostuvo una de las ediciones en sus manos, sabiendo que ese libro era algo de lo que el padre de Ale disfrutaba conversar.
—Solo si cuentan las veces que Alejandro me lo citaba —respondió.
Esto provocó una carcajada de Gabriel y un ligero resoplido de María, quien había entrado detrás de él. Ella se dirigió al sofá, haciendo tintinear el resto del hielo en su vaso.
—Al menos sé que Ale me ponía atención, a veces —añadió, después le dio una palmada en la espalda y lo guio de manera gentil lejos del estante—. Dime, Julián, ¿en dónde te estás quedando?
—Vine aquí directamente del aeropuerto —respondió, aunque no era del todo cierto—. Si me pudieran recomendar un hotel, me encantaría reservar ahí. De preferencia, uno con un buen desayuno. Los Ángeles tiene la mejor comida mexicana en Estados Unidos, pero todavía no encuentro un lugar en donde hagan unos chilaquiles tan ricos como los de aquí.
Soltó una pequeña risa. Luego, decidió revelar información antes de lo planeado.
—Estoy considerando quedarme en San Miguel por un largo tiempo después de la graduación el próximo año. Quizá un buen desayuno pueda convencerme.
—Discúlpame por ser un poco brusco hace rato, pero por supuesto que te quedarás con nosotros —dijo Gabriel sentándose al lado de su esposa y poniendo su mano en su rodilla—. Amalia, quien se encarga de nuestra cocina, prepara los mejores chilaquiles de la ciudad. Sería un honor si te quedas hasta que decidas irte —Gabriel aclaró la garganta—, o encuentres un alojamiento más permanente, claro.
—Es muy amable de su parte, pero no quisiera ser una molestia.
—No es ninguna molestia. Mi esposa me hizo acordarme de mis modales, y está en lo correcto —le dio unas palmadas en su rodilla para enfatizar.
El visitante empezó a protestar de nuevo, pero en eso Amalia, la mujer que había atendido la puerta, entró a la habitación, como si hubiera sentido que la requerían. Gabriel pidió una cerveza y le ofreció una a él también, además de la cena en caso de que tuviera hambre. La rechazó amablemente, luego Gabriel le pidió a Amalia que lo instalara en la habitación de huéspedes.
—En verdad no tiene que hacer esto. He oído que los hoteles boutique…
—¿Para el mejor amigo de mi hijo? —interrumpió Gabriel con desdén—. Por supuesto que sí.
¿Se había descrito a sí mismo de esa forma? Tenía el mismo deseo de negar ese comentario y al mismo tiempo de quedarse con esa idea por un momento. En vez de ello, bajó su cabeza como si estuviera apenado.
—Mi esposo ha tomado una decisión —comentó María con una sonrisa—. Cuando eso pasa, nada en el mundo puede hacerlo cambiar. —Sus palabras tenían un filo sutil, como un vidrio cortado finamente.
—Excepto tú, mi amor —añadió Gabriel con una sonrisa pícara.
De nuevo, captó un mensaje de fondo. Pudo haber sido un comentario inocente e insinuante, torpemente hecho tras cuarenta años de matrimonio. O pudo haber sido algo más.
—De acuerdo —contestó, tratando de esconder su placer.
Había esperado que esto pudiera suceder, pero anticipaba que le hicieran la invitación semanas después de pasar tiempo con ellos, de trabajar duro, de maniobrar despacio para ganarse la confianza de la familia. Esto era mucho más fácil… Aunque sabía que no debía dejarse llevar por la complacencia de las cosas que venían con facilidad.
—Si insisten, entonces sería un honor quedarme aquí con ustedes.
La conversación se volvió más liviana después de eso: preguntas sobre la familia de Julián, su educación, sus intenciones durante su estancia en San Miguel. Había anticipado todo esto, se había imaginado tener estas pláticas antes de llegar. Aun así, estaba emocionado por dar sus respuestas, aunque fueran ensayadas.
—Para ser sincero, no tengo muchos planes —confesó vagamente—. Sabía que quería conocerlos, presentar mis respetos y ver la ciudad un poco —se pasó una mano por el cabello—, me tienta la idea de comprar un inmueble, ya que tengo algo de dinero ahorrado. Mañana voy a recoger un carro porque prefiero no tener que confiar en los taxis o la amabilidad de otros —dijo sonriéndoles—. Más allá de eso, esperaba tomarme uno o dos tequilas en honor a Alejandro, quizá en el club donde pasaba tanto tiempo. Si me aceptan, claro. Y jugar un poco en la arcilla que amaba.
¿Estaba yendo demasiado lejos? Se dio cuenta de que María se giró de manera discreta para secarse una lágrima. Curiosamente, eso lo hizo enojar. Ella tenía el derecho a llorar, claro. La pérdida de un hijo era sin duda una aflicción como ninguna otra. Pero a medida que observaba la casa, parecía como si los Velasco no hubieran perdido nada en absoluto. Sus futuros seguían intactos, con cambios, claro. Pero no perdidos, como el suyo.
Tan pronto como terminó ese pensamiento, sintió como la pena se retorcía en su estómago, en especial cuando veía a María. No tenía idea de lo que era perder a un hijo y se sintió avergonzado por haber minimizado su dolor, aunque solo fuera en su mente. Se alegró de que no tuvieran acceso a sus pensamientos. Tendría que ser cuidadoso para no dejar que algún resentimiento se filtrara durante su estancia.
—Bien —dijo Gabriel—. San Miguel de Allende es un gran lugar para formar parte de él. —Hizo otra pausa mientras evaluaba de nuevo a su visitante—. Parece que encajarás perfectamente, Julián. —Pronunció su nombre con lentitud, con intención.
***
Más tarde esa noche, mientras se cepillaba los dientes en el baño de huéspedes al otro lado del pasillo de su lugar temporal para dormir, pensó en esa última frase y la facilidad con la que Gabriel la había dicho. «Parece que encajarás perfectamente, Julián». Gabriel era un hombre que cuidaba sus palabras. Tendría que recordar eso y maniobrar con cuidado.
Cuando estaba cerrando la puerta de su habitación, creyó escuchar una respiración. Echó un vistazo a través de la rendija entre la puerta y el marco, esperando ver a Gabriel o tal vez a María, acariciando el dije en su collar de plata. Quizá la ama de llaves mayor habría hecho una última ronda antes de permitirse ir a descansar.
En cambio, vio el rostro vagamente familiar de una joven mirándolo.
Después de un instante, logró asociar la imagen con la foto de abajo, y todas las veces que había visto aparecer su rostro en el teléfono de Alejandro y en las redes sociales. Era Sofía.
Solo pudo verla por un segundo gracias a la luz que se filtraba por la rendija de la puerta antes de pasar por las sombras, pero el momento pareció durar más. Sentía que sus miradas se habían cruzado lo suficiente como para que ella lo empezara a perseguir en sus sueños, lo suficiente como para que hubiera vislumbrado alguna verdad profunda sobre él que preferiría mantener en secreto.