EL ÁNGEL EXTERMINADOR
Ignacio Trejo Fuentes
Hace tiempo, y como parte de un diplomado en Literatura auspiciado por el INBA, tuve la oportunidad, con otros profesores, de asistir a la Escuela para Invidentes ubicada en Santa María la Ribera. Debíamos tallerear con ciegos, y me tocó encargarme del cuento. A esa escuela acuden alrededor de cien personas con discapacidad visual de distintos niveles: los que lo son de nacimiento y los que perdieron la vista por distintas razones (accidentes, enfermedades). Les enseñan desde cómo sentarse a la mesa hasta utilizar los cubiertos; a trasladarse por sí solos por la ciudad; y a leer y a escribir con distintos métodos (el sistema Braille no es el único, como yo pensaba). Los más avanzados (dondequiera hay niveles) escriben en computadoras especializadas, que avisan al usuario cuando se comete un error “de dedo” y le indican cómo arreglarlo.
En la escuela tienen una nutrida biblioteca en braille donde hay hasta novelas de José Agustín (qué envidia ser traducido a ese lenguaje). Mis talleristas, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, se pusieron a escribir con entusiasmo, y a la siguiente sesión leían su texto y los demás lo comentábamos. Los resultados fueron increíbles: algunos escriben mejor que muchos escritores sanos que andan por ahí. Lo que me disgustó es que, como vienen por sus propios medios (Metro, camión) desde lugares lejanísimos tienen problemas con las aceras por las que transitan: la calle donde está la escuela, Mariano Azuela, tenía las banquetas rotas y disparejas, y los ciegos trastabillaban (“Y si camino voy como los ciegos”, cantó Jaime Sabines); o se golpeaban con los alerones de los puestos ambulantes instalados ahí. Escribí una carta pública dirigida a Marcelo Ebrard denunciando la situación y que el delegado en Cuauhtémoc se había hecho pendejo. La reacción fue inmediata: arreglaron las aceras, quitaron los puestos y en la estación Buenavista (qué paradoja) del Metro instalaron señalizaciones para ciegos, incluido un semáforo que les indica cuándo cruzar Insurgentes y cuándo no (es la estación más próxima a la Escuela). Recordé que mis alumnos ciegos se quejaban de que tales semáforos sólo existían en Polanco. “Y para qué”, decían, “si los ciegos de por allá tienen coche y chofer”.
Algo que les enseñan, como materia prima, es a no ser rencorosos, porque se sabe que los ciegos que no reciben esa instrucción piensan que el mundo, la vida, Dios, los demás, les debemos mucho y lo reclaman, iracundos, a la menor provocación y aun sin ella. También son rencorosos los sordomudos y los enanos.
He visto, más de una vez, manifestaciones de ese profundo rencor contra todo, contra todos. En un restaurante Toks, una pareja de ciegos, hombre y mujer, salieron de los baños, y al dirigirse a la salida se extraviaron; un comedido mesero tomó del brazo a la dama para guiarla y esta reaccionó furiosa tundiéndolo a bastonazos. Metí mi cuchara y le dije: “Cálmese, sólo quería ayudarle”. Me gritó: “Tú chinga a tu madre”. En la escuela referida la directora me dijo que los invidentes rechazan que alguien los tome por el brazo: en todo caso, son ellos quienes deben sujetarse de otro.
Otra vez, en el Metro Tasqueña, una niña dijo a su madre: “Mira, mami, un ciego, un ciego”. El aludido lanzó ciegos bastonazos hacia donde provenía la voz de la pequeña, y por fortuna no la alcanzó. Yo guardé silencio.
Mi amigo, el poeta tabasqueño Teo, quedó ciego debido a la diabetes, pero siguió escribiendo y editando una revista. Parecía normal, pero cuando estaba borracho le salían los demonios y despotricaba contra Dios, contra todos. Murió muy joven.
El día previo al pasado día de las madres iba yo en el Metro con rumbo a la Universidad, y vi que una sordomuda (tenía un chaleco que lo indicaba: en las espaldas se veía el alfabeto que utilizan, el de señas) ponía en las piernas de los metronautas unas cajitas como de chicles (ahora se llaman “suave goma de mascar”). Cuando iba de regreso para recoger dinero o su producto, un joven estudiante se anticipó y puso en la bolsa de la sordomuda la cajita: la dama, cuarentona ella, enfureció, y reclamó al chico su “atrevimiento”. Otra vez de regreso, ahora en sentido contrario, la dama increpó al estudiante: a señas le dijo que era un tacaño y le mentó la madre: el pobre permaneció impasible (las mentadas son lenguaje de todos conocido, aunque no sé por qué los cronista de futbol les llaman corte de manga).
Conozco a tres enanos, dos hombres y una mujer, y son rencorosos a morir, sobre todo con los niños, que suelen ser inocentemente crueles: “Mira papi, un enano. ¡Qué chistoso!”.
Ahora que termino esta crónica pienso en mi hermano mayor, Luis, que perdió la vista hace poco, a causa de la diabetes. Médico que es, ha sido el hombre más bueno y generoso del mundo. Llegué a ver cómo en su pueblo veracruzano atendía sólo a niños, pediatra que es, y recibía en pago pollos, piloncillo, café en grano… Los señores ricos exigían que los atendiera, y accedía cobrándoles carísimo, para compensar.
Luis no es rencoroso, ha tomado todo con resignación. Convive con sus hijos y nietos, viaja, escucha música y la transmisión de partidos de futbol. Está bien provisto de audiolibros, lo que es un enorme consuelo, porque desde que recuerdo fue un lector furibundo. ¡Ánimo, carnal!