En el principio era el suelo. Luego, tal vez, la muralla, la pirámide o el laberinto. Al final la torre que de tan alta nos dejó a todos confundidos. Pero siempre, en principio, el suelo. Será porque caminamos y porque es lo que está no a la mano sino a los pies de cualquiera. Luego vino la rueda y mucho después el motor de combustión interna y todo cambió.
Desde la aparición del automóvil muchos han soñado en maneras de permitir y garantizar su circulación acelerada, cada vez más rápido: de la calle a la autopista y al periférico. En 1910, Eugene Hénard, que había inventado las glorietas para evitar que los autos tuvieran que detenerse, propuso calles de varios niveles que integraban infraestructura y transporte de carga o pasajeros. De la película Metrópolis a Los Supersónicos, la idea del flujo veloz en distintos niveles de vehículos automotores que en su paso no encuentran ningún obstáculo ha sido una de las imágenes más persistentes de un futuro urbano prometido. Quizá por eso algunos puedan pensar que oponerse a construir un nivel extra sobre una calle, más si se presenta como un parque, representa casi una conservadora negativa al progreso. Pero no, tal vez sea al contrario. Hoy muchos que estudian cómo diseñar ciudades no sólo amables sino equitativas proponen privilegiar a los peatones y después a los ciclistas en el nivel que es lógico que utilicen: el del suelo, evitando al máximo rampas o escaleras.
Desde que era el trazo del acueducto, primero azteca y luego colonial, hasta nuestros días, la Avenida Chapultepec ha padecido mucho: cortes, pasos a desnivel, metro. Su mal estado es hoy evidente y, peor, resulta peligrosísima para peatones y ciclistas. La intervención más clara en esa calle sería reducir la cantidad de autos y la velocidad a la que circulan; tener buen transporte público, ciclovías y, fundamental, amplias banquetas bien diseñadas. Con eso se arreglaría bastante y vendrían otras mejoras a mediano plazo. Buenas banquetas con la cantidad de gente que por ahí circula a diario garantizan éxito a los comercios que se establezcan en planta baja. Pero el gobierno del Distrito Federal propone en cambio construir un sistema de plataformas, en segundo y tercer nivel, para multiplicar, dicen, el espacio público.
La multiplicación de los pisos no es milagrosa como la de los panes: requiere inversión de dinero que el mismo gobierno no quiere o no puede gastar. Solución: invitar a un inversionista privado que, a cambio de nada, dicen, obsequia proyecto, construcción y mantenimiento del parque elevado. La metafísica nada aquí tiene forma, dimensión y precio: es la calle misma, algo sin lo cual este proyecto es, literalmente, imposible y que, por tanto, algo debe valer. Su valor además incluye que la calle es espacio público, en tanto propiedad pero más aun por su uso. En cambio, el andador de un centro comercial, por mejor diseñado que esté, implica otras formas de uso derivadas de la propiedad privada –aunque sea en concesión. Al final, en vez del efectivo arreglo de las banquetas y el privilegio real del peatón que anda a nivel del suelo, se inventan terrazas, que requieren inversiones, que implican concesiones, que necesitan vigilancia para que el peatón que suba seis metros compre algo, disfrute de lo que esté permitido disfrutar y al bajar haya logrado cruzar la calle, haga eso y no otra cosa que ahí no se deba. Ni la Quinta ni Broadway, ni los Campos Elíseos o Las Ramblas, serían lo que son cubiertas parcialmente de dos pisos de terrazas y comercios.
La complicada concepción de este proyecto y sus varios errores técnicos corresponden a su enredada gestión y promoción. Se presume participación pero se la entiende como dar parte de decisiones ya tomadas. Lo más grave es que se pretende aprobar una manera de construir en la ciudad hasta ahora inusual. Su novedad no la descalifica, pero tampoco la justifica, al contrario: la envergadura del proyecto y lo costoso que resultaría su fracaso, requieren un debate y una explicación abiertos al público, dedicándoles el tiempo suficiente. La avenida Chapultepec puede esperar un proyecto bien planeado, sin apuros de inversionistas ni prisas electorales, evitando sacrificar al peatón prometiéndole paseos donde no los necesita para mantener así el privilegio de los automóviles. Lo merece y lo merecemos.