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Sobreviviendo a Trump: la vida de un inmigrante tras la elección

La victoria de Donald Trump ha provocado un panorama incierto entre la comunidad hispana radicada en Estados Unidos. ¿Qué depara el futuro y qué sienten los compatriotas al respecto?

Marisol contempló cómo se escurría la noche desde su casa en Staten Island. Ha vivido en Nueva York durante casi 18 años y no recuerda un episodio que haya golpeado con tanta crudeza el ánimo de la comunidad hispana. Es acaso un gesto idiosincrático: resistir la tragedia con aplomo militar es una forma de manifestar el espíritu nacional.

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El 8 de noviembre, en Estados Unidos se respiraba una niebla de incertidumbre que se hacía más densa mientras las cifras, cómodamente, señalaban a Donald Trump como virtual ganador de la elección presidencial.

“En martes ni te cases ni te embarques", reza el viejo refrán. La velocidad con que corren los tiempos nos ha hecho olvidar que la sabiduría popular tiende a quebrar todo pronóstico. En Estados Unidos, sin embargo, la tradición de realizar elecciones en martes obedece a propósitos legislativos del siglo XIX, así que poco importan las advertencias mágico-religiosas de los mexicanos.

El día de la elección, los hispanos podían clasificarse en dos grupos: los residentes que podían votar y los indocumentados cuya única esperanza era que sus compatriotas velaran por sus intereses.[OBJECT]

A este último pertenece Marisol. A los 20 dejó su vida en San Jerónimo, una región pequeña —casi oculta— en Puebla, a casi tres horas de la capital. Se ha ganado la vida en la industria textil y desde hace diez años realiza limpieza doméstica. Una desafortunada falta de sincronía le impidió ajustar su situación residencial, como hicieron varios de sus vecinos, con la Ley de Inmigración —la famosa ley 245—.

La mañana posterior a la victoria de Trump notó algo extraño. El tiempo no transcurría, se había congelado con el número mágico que declaraba la victoria del republicano. El planeta entero había amanecido entre paréntesis.

“Es difícil de creer, pero es la realidad y qué le vamos a hacer”, se lamenta Marisol con la resignación de los vencidos. En efecto, había que sofocar el espasmo. Resultaba inútil contradecir al sistema: el show —qué palabra más paradójica aquel día— debía continuar.

Como cada mañana, Marisol caminó hacia la estación de autobús y, antes de subir, percibió un silencio demoledor. Acostumbrada a encontrarse pequeños conglomerados de gente mientras mira por la ventana de camino al trabajo, le sorprendió el ensimismamiento que ocupaba el gesto de quienes, como ella, intentaban actuar con normalidad.

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Cuando contó esto, Marisol ya había sobrevivido al primer día del apocalipsis. El temor que la había agobiado había comenzado a ceder gracias a las virtudes del soliloquio. “Cuando trabajo me quedo sola, así que tuve mucho tiempo para pensar. Creo que no perdimos nada, porque otros presidentes nos han prometido cosas y hasta ahora no se ha hecho nada”. A su recobrada seguridad se unió la confianza de quienes han sobrevivido con éxito en territorio ajeno. “Es imposible quitarnos el miedo, pero hay que usarlo para organizarnos como comunidad y luchar por una reforma migratoria”.

Juan Villoro escribió que cada generación dispone de un enemigo que encarna el mal absoluto. La gravedad que súbitamente dominó la voz de Marisol comprueba que, para buena parte de la comunidad latina, Trump encarna esa forma de la maldad: “Trump dice que va a deportar a todos los indocumentados, pero qué va a hacer Estados Unidos sin lo que nosotros aportamos. Este país nos necesita más que nosotros a él”.

Días de gloria y mezquindad

La zozobra nunca se percibe del mismo modo cuando ocurren las grandes tragedias. Si en Nueva York la tensión social se balanceaba sobre la cuerda más delgada, un poco más al oeste, en Fort Wayne, Indiana, el furor electoral se desvaneció con el amanecer.

Dos semanas antes, los simpatizantes de Trump habían abarrotado las fachadas de sus casas con pancartas. La intimidación nacía de las paredes. Luis Borjas —un mexicano que adquirió la ciudadanía estadunidense hace 22 años— cuenta que hubo rumores de violencia en las zonas más pobres. No obstante, la mañana del 9 de marzo todos los panfletos se habían esfumado. Como si las vejaciones hubieran sido parte de un montaje de circo itinerante que empacó su carpa en la madrugada, mientras todo el mundo dormía.

En Fort Wayne, caminar por la calle ya no representaba una afrenta para los hispanoamericanos. “Antes de las elecciones podías sentir el gesto de desaprobación de quienes apoyaban a Trump, pero ahora saludas a esas mismas personas y te contestan con amabilidad”, confiesa. Una armonía inaudita sustituyó a la hostilidad que había sido alimentada por los discursos incendiarios.

No todas las regiones tuvieron la misma suerte. El escritor y activista estadunidense, Shaun King, documentó en Twitter numerosos casos de racismo contra latinos en los días posteriores a la elección. Pintas en las paredes y mensajes amenazadores en las puertas de los baños públicos; automóviles que exhiben injurias radicales; madres musulmanas que, alarmadas, exhortan a sus hijas a no usar hijab; universitarios espetando en la cara de sus compañeros hispanos que quieren un muro en la frontera y un largo etcétera que se nutre día a día.

Scott Fitzgerald escribió que no hay segundos actos en la vida de los norteamericanos. Su clarividencia es atrevida para su tiempo pero poco afortunada para el nuestro. Los estadunidenses le apostaron a una fisura del sistema, a un personaje que encarna el disparate. El futuro parece sombrío pero los compatriotas conservan la esperanza. Quizá no haya segundos actos en la vida de los estadunidenses, pero en la de los hispanos, siempre habrá segundas oportunidades.


ASS

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Ángel Soto
  • Ángel Soto
  • Periodista cultural y escritor. Sus textos, fotografías y poemas han aparecido en la Revista de la Universidad de México, Langosta Literaria, Punto de partida, Algarabía Niños, Picnic y Yaconic. Es creador del podcast y newsletter "Tinta y voz".
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