Una parte del México surrealista, mocho e intolerante marchará mañana. Ese grupo irracional pretende imponer su opinión, su visión, su moral y sus costumbres en detrimento de los derechos de terceros, de los otros, del diferente. Quiere llevar el campo de la moral y las costumbres al ámbito de las leyes y las normas legales, para afectar al diferente. El otro, el que pertenece a una minoría –sea cual fuere ésta-, lo hemos convertido en ciudadano de segunda y hasta de tercera. Al otro le hemos disminuido social, cultural y hasta legalmente. Lo hemos mermado. Lo hemos excluido. Lo hemos relegado. Lo señalamos en todos lados, lo acusamos tras el anonimato de las redes sociales, lo destazamos por el sólo hecho de creer que en el México moralista únicamente los del grupo mayoritario –sea cual fuere éste- tienen derecho a expresarse.
Da miedo ver en lo que nos hemos convertido como país. Aterra saber que seguimos sin reconocer que el otro, el que es diferente, tiene exactamente los mismos derechos que todos. Espantada, he llegado a escuchar llamadas de ciudadanos diciendo a programas radiofónicos –textualmente- que las personas que pertenecen a una minoría religiosa, étnica, social o con una preferencia sexual diferente, no tienen derecho a nada.
La responsabilidad de ser un país con profundas raíces intolerantes es de la Iglesia mayoritaria en complicidad con una serie de gobiernos que han demostrado su incapacidad para transformar, de fondo, este México tan inentendible como inexplicable. La Iglesia mayoritaria no ha entendido que no puede seguir fomentando el odio desde sus discursos y a través de sus órganos oficiales. El Estado –a través de sus gobiernos- no ha entendido que debe ejercer sus atribuciones con base en las normas internacionales, en la Constitución y en las normas secundarias, no con base en su visión de la vida o en su opinión personal. La Iglesia mayoritaria, debería de limitarse a trabajar en su ámbito de acción: en los templos, pero le gusta la política, la manipulación de los conceptos, la imposición de las visiones, el impulso y apoyo de lo bélico. Su propio fin justifica sus acciones, dicen. El Estado, el gobierno, ha sido reducido a un observador insaciable que lo mismo privatiza todo lo que tiene a su alcance que ignora sistemáticamente la merma de los derechos del ciudadano. Entre el Estado y la Iglesia hegemónica ya no sabe uno quién es peor de los dos.
Deberíamos de ser educados en el respeto, pero en su lugar se opta por la tolerancia. Peor es nada, dirían los mexicanos conformistas. Así está bien y digan que les fue bien, dirán los mexicanos fascistas, los de la ultraderecha conservadora que se ha inmiscuido hasta en la sopa. Ni una cosa ni la otra, dirían los que apelan a una cultura del respeto en todos los sentidos. Porque el derecho de unos es el mismo derecho de los otros. Porque para ser respetado hay que respetar. Porque el derecho a ser el "otro" es intrínseco a la naturaleza humana. En eso estriba la cultura del respeto y promoción de los derechos humanos, estén o no de acuerdo los mochos, moralistas e intolerantes de este país.
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