La economía no es una ciencia exacta, dicen, pero sus principios son tan implacables como los de cualquier ley natural; hagan de cuenta la gravedad, o la termodinámica, o algo así. Luego entonces, si un Gobierno se gasta lo que no tiene, se pone a imprimir dinero sin respaldo o se endeuda a tontas y locas, entonces la venganza de la economía, que llegará más temprano que tarde, será absolutamente despiadada.
Esto, que es tan sencillo, mucha gente no lo entiende. Para mayores señas, ahí tienen ustedes el tema del gasolinazo. Las subidas de precios comenzaron en tiempos de Felipe Calderón, si mal no recuerdo. Y, como a la gente no le gusta pagar —en lo particular y en lo general— resulta que la medida hizo que al Gobierno le cayeran encima toda suerte de reclamaciones, denuestos y censuras. Los mexicanos no nos tomamos el asunto como un ajuste necesario sino como un agravio personal. Y, hoy, con Peña Nieto, sucede lo mismo con el añadido de que muchos izquierdosos alevosos le reprochan, encima, que no hayan bajado, desde ya, los precios de los combustibles siendo que es perfectamente entendible que no se hayan celebrado todavía los contratos que pudieran resultar de una reforma energética que apenas se promulga oficialmente en estos días. O sea, que, ahora mismo, a día de hoy, todo sigue exactamente igual. Y, justamente, ¿cómo van las cosas? Por lo pronto, la mentada gasolina con la que llenamos el depósito de nuestros coches debiera ser sustancialmente más cara. Lo que pasa es que papá Gobierno, para mantenernos más o menos sosegados y para que el precio de los energéticos no sea descomunal en un país poco productivo y de salarios bajos, se gasta miles de millones de pesos en subsidiarlos. Dinero que se podría emplear en muchas otras cosas, alguna de ellas urgentes y apremiantes. Pero, en fin, sigamos hablando de los “gasolinazos” como si los recursos llovieran mágicamente del cielo mexicano y como si la economía no tuviera leyes.