No puede haber ya mayor confusión: los detenidos –y posteriormente liberados—manifestantes, ¿eran personas que participaban meramente en un acto de protesta, de manera tan legítima como legal, o, por el contrario, formaban parte de esos grupos de agitadores que se infiltran en las marchas para provocar destrozos y cometer actos de vandalismo?
No lo sabemos, señoras y señores. Ni lo podremos saber. Este país están tan descompuesto y corrompido que la mentira es una práctica extendida a nivel nacional, una suerte de costumbre perfectamente admitida que distorsiona perversamente cualquier posible apreciación de las cosas y que contradice, desde su raíces, la exigencia de que se pueda hacer justicia. No se puede demandar un trato equitativo, ni mucho menos pedir que cese la podredumbre del aparato de justicia, cuando los culpables manipulan tramposamente la verdad para aparecer como víctimas. Nunca habremos de construir un entramado legal en el cual se aseguren las garantías de todos los ciudadanos si algunos de ellos siguen reclamando arteramente el beneficio de la impunidad.
Si los culpables no sólo niegan sus quebrantamientos sino que, a su vez, comienzan ellos a denunciar a sus acusadores y a manipular aviesamente los hechos –más allá de que muchos de los presuntos vándalos hayan adquirido excepcionales habilidades para enmascarar sus acciones y aparecer (avalados, encima, por sus familiares) como ciudadanos ejemplares a los que un sistema “autoritario y represor” hubiera aplicado arbitrarias vejaciones— entonces no hay manera de que tengamos, en este país, un mínimo de orden para vivir con las debidas certezas.
¿Hubo desmanes? ¿Sí o no? Todos hemos visto las imágenes de esos energúmenos que destrozan comercios y oficinas públicas, que arrojan bombas incendiarias y que patean a unos policías impedidos de responder. Pero, por lo que parece, no hay forma de detenerlos. Y eso, con perdón, también es inseguridad.