Una de mis más saludables aficiones es la caminata. Por cierto, no entiendo cómo es que la gente quiere ir más rápido y correr en vez andar a buen ritmo, quemando tal vez menos calorías pero sin fastidiarse las rodillas y sin impacto en las articulaciones.
Y esos recorridos a moderada velocidad de crucero los he realizado mayormente en las calles de nuestras ciudades, o sea, que he andado, literalmente, miles de kilómetros en los espacios públicos de este país. He visto así incontables paisajes urbanos y he estado en muchos lugares observando, de paso, el acontecer de lo cotidiano.
Bueno, pues en una de esas salidas al exterior, al caer la noche y en una avenida surcada por ruidosos camiones, me crucé de pronto con pequeño perro perdido. Casi no lo miré, al animal, pero comenzó a seguirme los pasos, como si hubiera descubierto de pronto una suerte de figura providencial, un salvador, un humano al que confiar su desamparo. Esa inesperada compañía, en tanto que significaba un compromiso repentino (¿qué habría yo de hacer, llevármelo a casa, darle cuidados, acogerlo?), me incomodó y aceleré la marcha para ver si lo dejaba en el camino. Pero, el perrito había ya decidido aferrarse al espejismo bienhechor y no se apartó más de esa ruta que llevaba, acompañando fielmente a ese nuevo amo suyo que lo guiaba hacia un esperanzador destino. Traté de ignorar al chucho cuanto pude, de no expresar la más mínima atención hacia su persona animal pero, no había nada que hacer, ahí seguía, en ese entorno hostil, obstinado en su terco seguimiento. La ruta llevaba hacia un centro comercial y decidí traspasar la entrada de una tienda departamental para deshacerme de esa compañía no deseada. Y esto, con un sentimiento de vergüenza y tristeza. Y con la conciencia aguda de que ese pequeño ser atravesaba una terrible situación de abandono que yo mismo, si hubiera querido, podría remediar.
Cuando salí del local por otra puerta, luego de recorrer el espacio de la perfumería y los accesorios, el perro ya no estaba. Volví a casa.
