Cada vez que ocurre una atrocidad no puedo menos que plantearme una interrogante, terrible y perturbadora, sobre la naturaleza humana (es un decir) de quienes perpetran los actos más abominables. ¿Qué sienten esos individuos de la especie capaces, por ejemplo, de sacarle los ojos a un policía federal indefenso? ¿Qué experimentan los sicarios cuando queman vivo a rehén? ¿Qué suerte de pensamiento puede atravesar la mente de quien le corta la cabeza a un semejante? Y, tocando un tema de candente actualidad, ¿qué pudieron haber sentido los separatistas ruso-ucranianos al lanzar un proyectil para derribar un avión en el que viajaban niños y personas perfectamente inocentes?
Vladimir Putin no es necesariamente el más cruel de los hombres pero tampoco es el tipo más recomendable: antiguo agente de los servicios secretos del régimen que más gente ha asesinado en la historia del mundo (aunque hay discusiones sobre los números), el presidente de Rusia se pavonea ahora con la insolencia del matón, exhibe músculo en plan machote y lanza bravatas de camorrista de barrio teñidas, para mayor infamia, de un nacionalismo pestífero que, naturalmente, hace las delicias del respetable público en aquellos pagos.
No andan ahí, en lo que fuera la Unión Soviética, muy sobrados de prácticas democráticas y tampoco se puede decir que sean apóstoles de la tolerancia o valedores de la modernidad. Por el contrario, se han convertido en una sociedad violenta, desigual, injusta, represiva, tosca y desalmada donde mandan unos nuevos ricos —ni más ni menos que los antiguos pesos pesados del aparato del Estado comunista— que se han beneficiado desvergonzadamente de un capitalismo salvaje y desregulado.
Y, bueno, ese Putin de marras se las apañó para proveer a los nacionalistas sectarios de Ucrania, entusiastas adherentes de su expansionismo, de misiles de alta tecnología capaces de derribar un avión que vuela a más de 32 mil pies de altura. Los canallas son todavía peores, si cabe, cuando tienen a alguien que los patrocina.