Me duele pagar impuestos, desde luego. Y no es solamente, como pudiera pensarse, por el hecho de que van a ser utilizados de manera ineficiente por el gobierno, de que se van a malgastar torpe y descuidadamente o de que van a terminar en los bolsillos de la gentuza de la CNTE (algunas buenas almas militaran entre sus filas, de seguro, pero permítanme ustedes abusar de las generalizaciones). No, a pesar de que estas consideraciones tienen un peso específico, el malestar es meramente por desembolsar dinero sin obtener —como ocurre cuando vas a un centro comercial y te agencias, por ejemplo, una pantalla plana— una gratificación inmediata.
Y eso que vivo en una ciudad-estado, Aguascalientes, donde disfrutamos de excelentes servicios y seguridad: tenemos aquí un excelente alumbrado público, calles limpísimas, un sistema penitenciario que es el mejor de todo el país, buenas vías de comunicación y un entorno de ejemplar civismo. Pero, de cualquier manera, es muy poco placentero apoquinar a Hacienda esos recursos que bien hubieran podido servir para el ahorro o para adquirir bienes de consumo, por no hablar de que los pedí en préstamo al banco.
Me pregunto, justamente, sobre el efecto multiplicador de soltarle al erario ingentes sumas de dinero. Porque el SAT nos tiene en la mira a millones de ciudadanos, siempre los mismos, que, de pronto, consumimos menos siendo que el mercado interno, de por sí, no anda muy boyante que digamos. Un simple ejemplo personal: pensaba hacerle una pequeña ampliación a mi casa mía de mí. Justo con la plata que hube de darle al SAT, miren ustedes. Esta obra modesta hubiera significado, de cualquier manera, trabajo para dos o tres albañiles, cuotas para el municipio y una ganancia para el constructor. Tengo muy clara, en mi cabecita, esta relación de causa y efecto. Lo otro, por el contrario, no me resulta tan evidente: esos impuestos, ¿adónde van? En fin, que hablen mejor los economistas.