Del tal Mireles se dicen algunas cosas: que fue miembro de una organización criminal, que traficaba con drogas, en fin. Había sido acusado, encima, de la muerte de El Pollo y de EL Niño, dos integrantes de un grupo rival de autodefensa, y encarcelado en la prisión de Mil Cumbres (luego salió, y ahí anda, tan campante). Del otro, del mentado Americano, tampoco se puede afirmar que sea precisamente el personaje con el que quieras compartir la cena de Navidad. Pero, señoras y señores, en este país es prácticamente imposible saber la verdad porque todo mundo miente y, luego entonces, ignoramos quién es quién, desconocemos cuál es el bueno y cuál es el malo, no sabemos si son gente decente y valerosa o si se trata, por el contrario, de unos simples delincuentes disfrazados de defensores espontáneos de su comunidad.
El hecho es que uno y otro, que se ofrendan mutuamente una sólida enemistad, escenificaron anteayer un enfrentamiento armado. No es algo que pueda ocurrir, estimados lectores, entre alguno de ustedes y el vecino de al lado. No. Esto acontece porque en Michoacán rige una suerte de ley de la jungla, supervisada vagamente por las autoridades federales, gracias a la cual vas caminando por la calle y, de pronto, te encuentras con individuos fuertemente armados, que no portan los uniformes de las fuerzas policiales o del Ejército, y a los cuales, según parece, les han sido encomendadas esas tareas de protección que habitualmente desempeñan los agentes del Estado. Es una situación un tanto excepcional, rara, extraña e insólita, por no decir esperpéntica, que resulta de otra circunstancia todavía mucho más extraordinaria e inusitada, a saber, la de que en muchas zonas de esa entidad federativa gobernaran, pura y simplemente, las mafias criminales.
Y así, las diferencias y enemistades se dirimen a balazos y con bajas en combate.
Nos avisaba Juan Pablo Becerra Acosta, en las páginas de este diario, de que las cosas podrían salirse totalmente de control. Pues, su pronóstico comienza cumplirse…