México, con los abrumadores problemas que tiene, es un país muy complicado de gobernar. Con lo de la pobreza bastaría para que el panorama fuese bastante sombrío: los diferentes gobiernos de la República llevan décadas enteras inyectando miles y miles de millones de pesos en unos programas asistenciales que, a pesar de las críticas y las objeciones, no se debieran nunca interrumpir porque significan la única tabla de salvación con que cuentan los mexicanos más desfavorecidos. Pero, las cifras apenas cambian. Y ni siquiera es muy difícil entender dónde están esos obstáculos que tan tercamente se interponen en el camino hacia el bienestar: más allá de la corrupción y el burocratismo —que ya es decir—, la mera existencia de conciudadanos que no están preparados para desempeñar empleos razonablemente remunerados, por un lado, y la inexistencia, por el otro (y en un muy nefasto círculo vicioso), de estructuras económicas productivas representan un formidable atasco para cualquiera que pretenda cambiar las cosas. Y es que el mercado no se puede inventar artificialmente como tampoco se puede transformar, de la noche a la mañana, la realidad de esos ciudadanos sin formación.
En cuanto al tema de la inseguridad, ocurre más o menos lo mismo: los agrupamientos de policías ineptos y delincuenciales ya están también ahí, como un auténtico cáncer, y el despido de estos funcionarios del Estado ni siquiera significa una solución porque lo primero que harán es sumarse —ahora sí, de manera formal y no encubierta— a los miles de criminales que asolan a este país. Añadan ustedes, al escenario, las figuras de los jueces y fiscales deshonestos.
En educación hemos invertido también colosales sumas de dinero; las más elevadas, porcentualmente, de los países que integran la OCDE. Y, ¿qué ha pasado? Pues que ese gasto no se ha visto reflejado en los rendimientos escolares, bajísimos y vergonzosos.
Todo esto ya estaba antes de Peña Nieto, que no ha cumplido ni dos años en el cargo. Ustedes dirán…