La relación tan amistosa entre El Chapo y Kate del Castillo exhibe, en toda su perturbadora dimensión, la creciente confusión de los valores morales en nuestra sociedad. Más allá de que realizar una película sobre parecido personaje pueda resultar un proyecto atractivo para el público (la fascinación por el mal ha existido siempre en el espíritu de los humanos) y significar un éxito comercial, todo lo otro sobra —está de más— y tendría que ser esencialmente redundante cuando una de las partes de la relación contractual, por llamarla de alguna manera, es un asesino sanguinario.
Ese es el quid del asunto, porque departir amigablemente con canallas desalmados es algo que tiene sus alcances, sus consecuencias y sus implicaciones. Digo, no se puede salir tan impoluto de un intercambio parecido. O, tal vez —y mucho más probablemente— estamos hablando de otra cosa, de un previo beneplácito, porque la simple disposición a entablar una relación de abierto reconocimiento y despreocupada aceptación con un hombre que ha mandado matar a miles de personas y cuyos esbirros despliegan una espeluznante crueldad, revela ya, como decía, una palmaria descomposición moral.
¿Simpatizan ustedes con El Chapo, estimados lectores? Supongo que algunos de ustedes sí: habrán de atribuirle cualidades al hombre, creerán que es una suerte de luchador social —un Robin Hood moderno— y, llevando su exquisita sensibilidad personal al extremo de entender misericordiosamente que el sujeto no tuvo más remedio que comenzar una carrera criminal porque no se aparecían otras oportunidades en su horizonte, justificar sus quehaceres. Y, en efecto, ya hemos visto que Kate es una mujer muy comprensiva; también que, en su apreciación de las cosas, el Gobierno mexicano carece de toda solvencia, aparte de que la persigue y la acosa a la pobre chica. La trasmutación de infractores en víctimas es otra de las epidemias de nuestros tiempos y, de tal manera, ya no es posible exigir cuentas a nadie ni atribuirle responsabilidades concretas.
La confusión es calculada (e interesada), desde luego, pero lo más asombroso es que quienes la promueven se desentienden olímpicamente de la espeluznante violencia que padecemos en este país. En los emocionados mensajitos de Kate, nunca hubo rastro alguno de los torturados ni de los decapitados. ¿Podemos simpatizar con tan desafiante indiferencia al dolor de los demás?
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