El visceral rechazo a los cultivos transgénicos exhibe, una vez más, la persistencia de esos oscuros temores que, desde épocas ancestrales, estrujan el espíritu de los humanos. Aferrados a la aparente seguridad que nos brinda la tradición, nos oponemos, casi por principio, a los cambios, las innovaciones y el progreso, aunque tengamos, delante de las narices, la evidencia de sus bondades.
Ahora mismo, en plena modernidad, hay gente que se opone a que sus hijos sean vacunados. Y, miren ustedes, ni la muerte de algunos pequeños en varios países (en España, falleció un chico de 6 años, infectado de difteria) pareciera ser un argumento lo suficientemente categórico como para que el Estado —debiendo intervenir cuando unos padres supersticiosos ponen en riesgo la vida de niños indefensos negándoles una transfusión, una vacuna o un tratamiento médico determinado— decrete la obligatoriedad, pura y simple, de esa vacunación universal gracias a la cual se han erradicado terribles enfermedades como la poliomielitis, el sarampión, la viruela (que causaba 5 millones de muertes al año en el planeta), la tos ferina o la difteria.
Algún caso habrá de reacciones secundarias luego de la aplicación de ciertas vacunas, pero la especie de que provocan autismo o de que pueden ser mortales no debiera desatar una reacción obstruccionista que, de propagarse, causaría daños terribles no sólo a los primerísimos afectados, los niños sin vacunas, sino a la población en general.
Y, pues sí, volviendo al asunto de los organismos genéticamente modificados —que son, de hecho, necesarísimos, aparte de forzosos, porque la población mundial se está multiplicando por encima de las capacidades productivas de la agricultura planetaria—, vendrían, justamente, a solucionar problemas como la vulnerabilidad de los cultivos a las plagas, los bajos rendimientos o el uso excesivo de agroquímicos, por no hablar de la toxicidad de los herbicidas que hay que utilizar cuando los cultivos no son resistentes.
El simple hecho de que los antiguos seleccionaran ciertas plantas en vez de otras, hace 12 mil años, significó una modificación genética. Pero, en fin, el gen del oscurantismo ese sí que sigue ahí, inmodificable, entre nosotros.
revueltas@mac.com