Mis amigos abogados sentencian, cada que toca, que "el Derecho es de aplicación estricta". Dicho en otras palabras, las leyes no se negocian y se administran rigurosamente en todo momento y en todo lugar.
Pues bien, esto, lo de que los supremos mandatos de la Constitución y las regulaciones secundarias no son asunto que pueda ser manejado con discrecionalidad y de acuerdo a intereses circunstanciales sino, por el contrario, en severísimo apego a la letra escrita, esto, lo repito, pareciera no importar en un país como el nuestro donde, las más de las veces, las autoridades ceden, y conceden, atribuciones descaradamente ilegales a grupos de interés y cofradías corporativas.
Una sociedad como la nuestra necesita, naturalmente, de ciertos mínimos niveles de blandura en la imposición de la legalidad. ¿Por qué? Porque no hemos podido todavía instaurar, como nación, un sistema social justo, igualitario y enteramente legítimo como para que la suprema necesidad de respetar reglamentaciones y disposiciones legales sea una obligación incuestionable, y universal, para todos los mexicanos.
Si quienes nos gobiernan carecen de la debida autoridad moral —por corruptos, abusivos y cínicos, entre otras cosas— entonces su capacidad de exigencia se ve naturalmente mermada al percibir los ciudadanos, de entrada, que sus llamados a construir un mundo mejor no corresponden a la realidad particular de que ellos siguen perpetuando, personalmente, la existencia de un universo peor.
Justamente, ¿qué pasa cuando el que nos pide cumplimientos es el primerísimo en incumplir? Pues, resulta de allí una muy perniciosa desmoralización de unos gobernados que, de pronto, ya no se sienten obligados a observar reglas, a seguir instrucciones o preceptos, sino que se arrogan el derecho de ser, por lo menos, tan malos y tan poco confiables como los que están arriba. Un veneno, o sea.
La gran exigencia de la sociedad mexicana tendría que ser, aquí y ahora, la moralización del aparato público.
Misión imposible, por lo que parece...
revueltas@mac.com