Los lectores que tantos denuestos lanzan contra Enrique Peña y que tan airadamente denuncian las imperfecciones del "sistema", ¿se han preguntado acaso si el régimen revolucionario de la dinastía Castro consiente siquiera la más remota expresión de protesta social o si en la China comunista de nuestros días pudieran tener lugar las algaradas, los desmanes, los bloqueos de vías de comunicación y los asaltos a cuarteles militares que hemos visto en este país y que parecen formar parte de una irracional normalidad?
Ser opositor, en México, sale a un costo muy barato. Es más, la disidencia es casi obligatoria cuando eres un intelectual distinguido o un artista desaforadamente independiente. Y, miren ustedes, no pasa nada. En mis tiempos, a un pintor de la talla de Siqueiros lo encarcelaron por expresar abiertamente posturas contrarias al régimen y por desplegar un resuelto activismo de izquierda. ¿Imaginan ustedes que pudiera acontecer algo parecido ahora?
Pero, entonces ¿por qué no podemos reconocer, con un mínimo de buena voluntad —y, desde luego, con la correspondiente dosis de objetividad— que las cosas han cambiado para bien? ¿Por qué el descontento alcanza tan altas cotas y por qué la democracia no es valorada por amplios sectores de la población? ¿Por qué existe, encima, esa especie de añoranza del antiguo autoritarismo siendo que, al mismo tiempo, el Estado no puede ejercer la fuerza para mantener el orden público ni para castigar a los infractores que cometen actos vandálicos? Digo, cada vez que ocurre un desalojo de agitadores, así sea que la actuación de las fuerzas policíacas sea mesurada y prudente, resuenan furiosas acusaciones de "represión" y "brutalidad" como si el hecho de aplicar la ley fuera inherentemente abusivo.
Justamente, la posibilidad que tenemos de cuestionar las medidas gubernamentales y de criticar desaforadamente a los hombres que detentan el poder se la debemos a la preeminencia, en este país, de un sistema democrático que autoriza plenamente nuestra libertad de expresión. Y, miren ustedes, nos servimos de esa prerrogativa para descalificar a la democracia misma y, en muchos casos, para proponer el advenimiento de un demagogo populista. Qué paradoja tan inquietante.
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