Hace algún tiempo, los puntos que acumulaba en una de mis tarjetas de crédito me servían para pagar la mismísima deuda que tenía con el banco. O sea, que si la crónica reincidencia de mis gastos suntuarios me llevaba a tener, digamos, 50 mil unidades, podía apoquinar 5 mil pesos al pago del estado de cuenta mensual. Pero, se lo pensaron en BBVA y, miren ustedes, decidieron que era un beneficio excesivo para sus fidelísimos clientes: suprimieron de un plumazo la ventaja, sin decir agua va, y esos mentados puntos comenzaron a servir exclusivamente para el habitual consumo de mercaderías. Muy bien, pensé, sigo gastando atolondradamente y, al cabo de 30 o 40 años de dispendios, me compro un Rolls-Royce. Pues, tampoco. Los expertos contables de la institución bancaria volvieron a hacer cuentas y determinaron que los antedichos puntos debían tener una limitada validez en el tiempo real, es decir, una fecha de caducidad. ¿Por cuál razón? Pues, muy entendible (para ellos, esto es): para que, con tu gasto sensato y acostumbrado, no puedas nunca cosechar las unidades suficientes para, digamos, intercambiarlas por un iPhone 6S o un Samsung Galaxy S7 Edge —ni mucho menos una MacBook—, sino procurarte meramente una tostadora de pan o una plancha de vapor. Paralelamente, en una simple e inofensiva cuenta de cheques que tengo en Banamex comenzaron, más recientemente, a cobrarme cuotas por tener mi dinero con ellos. Desde luego, tampoco me avisaron de la exacción sino que, de buenas a primeras, detecté el cobro al consultar los números en la Internet. Y, bueno, escudriñando los estados de cuenta de Telcel advierto que me cobran unos seguros que jamás he querido contratar y que, creo yo, no me sirven para maldita cosa, porque el día que me quede sin gasolina, viajando de Zacatecas a Nochistlán, jamás se aparecerá un ángel guardián para proporcionarme un tanque de repuesto.
¿De qué estoy hablando, señoras y señores? De la progresiva e implacable reducción de nuestras garantías de consumidores, de la calculada ofensiva de las corporaciones para aminorar nuestros beneficios e incrementar sus utilidades, de la disminución de nuestras prerrogativas, y de la desmesurada aumentación de requisitos y exigencias para ser parte del mercado que el descarnado capitalismo nos ofrece.
revueltas@mac.com