Sales a la calle, en México, y la gente parece razonablemente feliz: las personas hablan animadamente, los colegiales ríen a la salida de la escuela, los sonidos de la alegría retumban en restaurantes y cafeterías, los rostros de los viandantes no exhiben rastro alguno de amargura y por doquier reina una atmósfera bulliciosa, casi permanentemente festiva.
Pues, miren ustedes, resulta que no. Para nada. No estamos ni lejanamente cerca de ostentar algún título en el elusivo apartado de la felicidad terrenal. El país más feliz del mundo, según las mediciones del Earth Institute de la Universidad de Columbia en Nueva York, es Dinamarca. Y entre los diez primeros figuran Suiza, Noruega y Finlandia (el primer latinoamericano que aparece en la lista es Costa Rica, en el decimo cuarto lugar, y no es poca cosa está calificación).
Ahora bien, resulta interesante confrontar los resultados que ofrece el anterior estudio con las apreciaciones que pudieran derivarse de la simple observación empírica. Porque, señoras y señores, Helsinki y Ginebra, por no hablar que de dos ciudades de las naciones ganadoras, no aparentan ser demasiado alegres sino, por el contrario, son escenarios de siniestra y ordenada frialdad en los cuales no se alcanza a vislumbrar animación alguna. Naturalmente, estamos hablando de la experiencia directa que un observador externo pudiera tener de las cosas, de una mera impresión (suicidios, cuadros depresivos y enfermedades mentales aparte), pero la sensación, así de inmediata y aproximativa como pudiere ser, de que ese mundo está marcado por el aislamiento personal y el individualismo a ultranza no deja de tener cierta validez.
Al mismo tiempo, luego de haber certificado la posible significación de las apreciaciones inmediatas —obligadamente subjetivas o, por lo menos, poco informadas— es imposible no valorar los criterios que el antedicho estudio estableció para determinar los índices de felicidad. Y, ahí, las cosas parecen estar muy claras: el ciudadano feliz cuenta con un sistema de salud eficiente (aparte de gratuito); el Estado le brinda seguridad, educación de calidad, generosas pensiones y libertad política; su Gobierno no es corrupto; y, finalmente, paga impuestos sin rechistar porque se beneficia de todo lo anterior. O sea, que la aparente felicidad de los mexicanos es absolutamente inentendible...
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