La historia moderna de esta ciudad es de marcados contrastes. Hacia mediados del siglo pasado era una ciudad que todavía gozaba de una atmósfera apacible y seductora. Como leímos en un fragmento de la extraordinaria crónica de Víctor Serge, la Guadalajara que conoció era una ciudad encantadora, llena de lugares impresionantes y hermosos, sea por el arte y la arquitectura, por el don de sus gentes, por sus barrios y rincones urbanos, también edificios surrealistas, como describió nuestro admirado André Breton años antes del propio Serge. En la década de los sesenta la ciudad empieza a manifestar un proceso de urbanización acelerada cuyos signos de crecimiento poblacional aparentaban una modernización económica (construcción del Condominio Guadalajara en 1963). En 1964, la ciudad festejaba su primer millón de habitantes; hoy día, tal presupuesto demográfico es obsoleto. A partir de los años setenta y, especialmente, de los ochenta, la urbe adquiere las características que definen a un proceso de metropolización, con todas sus ventajas y desventajas. Tenemos entonces la ciudad posrevolucionaria inmediata hasta los años cuarenta; después una ciudad que consolida un relativo bienestar social para muchos de sus habitantes, resultado de una economía nacional con relativa pujanza con base al modelo de un desarrollo estabilizador, inmerso en una onda larga expansiva capitalista mundial, dentro de la cual esta ciudad empezará a mostrar un relativo proceso de industrialización; se asentarán las primeras maquiladoras y el corredor industrial de Guadalajara–El Salto se perfila notablemente como un rasgo de modernización económica, pero que, a unos cuantos lustros mostrará sus poderosos impactos catastróficos, pues la cuenca del Río Santiago. Entonces, entre los 400 años de fundación de una Guadalajara que conoció Víctor Serge, a los 472 años de hoy día hay una notable diferencia, lamentable. A partir de la década de los ochenta esta ciudad en su dinámica de urbanización metropolitana empieza a sufrir los rigores de un modelo económico y político neoliberal cuyas consecuencias serán catastróficas en todas las dimensiones sociales. Por supuesto, debemos reconocer que todavía esta ciudad conserva algunos aires de la ciudad de antaño, a la que vemos con nostalgia por su condición vivible y humanizada. Esta ciudad es hoy día lo que es, para bien o para mal, el reflejo fiel de una oligarquía, que detenta el poder económico y político, incapaz de marcar un rumbo de progreso y bienestar a la mayoría de sus habitantes. La impronta funesta del neoliberalismo en las últimas décadas hace de esta ciudad un buen ejemplo de lo que no debe hacerse o, en todo caso, lo que dejó de hacer políticamente. La oligarquía, al menos desde los años ochenta, no sabe qué hacer con esta macrocefalia urbana; no cuenta con ningún proyecto viable de ciudad para un bienestar compartido y un desarrollo sustentable. Eso sí, los grupos de poder local están de plácemes con la política del dejar hacer y dejar pasar que ha permitido hacer de esta ciudad un paraíso laboral para beneficio solamente de los capitales locales y extranjeros, con la complicidad del charrismo sindical, cuyos orígenes son de los años treinta. El centro de Guadalajara es un ejemplo patético de suciedad, que igualmente sucede en otras áreas de la gran ciudad. Los signos nefastos de la privatización de la cosa pública en el transporte colectivo, en los espacios recreativos y deportivos, y hasta culturales y en la educación superior, han propiciado una mayor desigualdad social. La infraestructura vial ha estado y está en función del transporte particular, algo absurdo. En cinco décadas la ciudad aumentó cuatro millones de personas. La contaminación ambiental, la estridencia urbana, el elevado déficit de infraestructura urbana, de equipamientos colectivos y de servicios públicos, etcétera, hacen de esta urbe un ejemplo de irracionalidad metropolitana. Caos en movimiento, decía el gran poeta Baudelaire, que se aplica perfectamente a nuestra anarquía desquiciante.
Los macroproyectos urbanos y arquitectónicos fallidos son emblemáticos de la torpeza, la ineptitud o la indiferencia y apatía oligárquica y de sus operadores políticos: el despilfarro inmobiliario en su apogeo, como el Museo Barranca, despojando patrimonio público del Parque Mirador Independencia. Grandes proyectos urbanos –ciudad creativa digital– y arquitectónicos (Villa Panamericana) son ilusiones de un nada discreto encanto de la burguesía. Por supuesto, para estar a tono con la modernidad o posmodernidad tenemos nuestros paraísos neoliberales urbanos de cotos, edificios, conjuntos residenciales, malls primermundistas, y demás ejemplos de un capitalismo inmobiliario voraz, verdadero planificador territorial de esta metrópolis, pero al tiempo de una notable segregación clasista, en la que la antigua Calzada Independencia todavía es frontera entre lo plebeyo y lo aristocrático.
Veremos pasar recientes organismos burocráticos para un aparente reordenamiento territorial y de “gobernanza” como el Instituto Metropolitano de Planeación (Implan), mientras la ciudad sigue en su desmadre, y mientras la burocracia municipal hace añoranza cursi de la épica fundacional española, ajena a toda evocación de la resistencia de las luchas indígenas contra sus conquistadores elevados a héroes con pedestales y monumentos. También, mientras tanto, el derecho a la ciudad, a una ciudad democrática, sigue pendiente…