La participación de un grupo de obispos católicos en las marchas del sábado pasado volvió a hacer cambiar el debate sobre los derechos de las minorías, por otro acerca de la libertad de expresión. Algunos reclaman la supuesta o real intolerancia ante dichas manifestaciones o ante los ministros de culto. Señalan, con justa razón, que una actitud liberal debería promover este tipo de expresiones, más que pretender reprimirlas. Pero el asunto no es tan simple. En primer lugar, porque más allá de ese derecho, que en lo personal podría reivindicar, está lo que dice la Constitución. Y el artículo 130 prohíbe expresamente que los ministros de culto critiquen las leyes o las instituciones del país. Los juristas señalan que la jurisprudencia establecida por la Suprema Corte de Justicia también es ley. Así que los obispos violaron la Constitución de la República. Los ministros de culto no son el único tipo de personas a las que les está vedado expresarse políticamente. También los oficiales con mando de tropas de las fuerzas armadas tienen varias limitaciones políticas. ¿Lo queremos cambiar? ¿Es distinto el caso de los ministros de culto? ¿Vale la pena cambiar la Constitución, para que ellos puedan expresarse libremente? Puede ser. Pero lo cierto es que primero necesitamos cambiar la Constitución, porque de lo contrario el mensaje que se envía es que ésta no sirve para nada y que no estamos obligados a obedecerla. Y desafortunadamente, lo que vemos en muchas ocasiones es que los propios funcionarios violan las leyes y la Constitución.
¿Con qué autoridad podemos luego exigir a la población que respete las leyes? La falta de legitimidad de nuestras instituciones y de nuestros funcionarios está ligada a lo anterior. Por eso les cuesta tanto trabajo imponer el cumplimiento de la ley.
El otro problema es que los obispos que marcharon el sábado no están en realidad preocupados por la Constitución y su vigencia. Para ellos, su derecho a participar en la marcha no proviene del derecho positivo, de las leyes hechas por los hombres. En realidad, ellos consideran que hay leyes divinas (de las cuáles ellos serían los intérpretes) que están por encima de la Constitución y que eso les da derecho a actuar, de acuerdo con sus convicciones religiosas. El inconveniente es que, al mandar al diablo a las instituciones, pierden cualquier legitimidad para apelar al estado de derecho o pedir que éste se imponga.
roberto.blancarte@milenio.com
 
	