La frase breve y contundente que acusa a López Obrador de ser un peligro para México, hace temer que si él triunfa sobrevendrá un cambio de régimen para finalizar el sistema de liberalismo económico.
Ese eslogan político ha hecho creer a muchos que con cualquier otro candidato triunfador, el país superará las adversidades sin cambios drásticos de las estructuras socioeconómicas.
Pero existen peligros reales y concretos que no son una amenaza futura, sino que ya atentan en contra de la persistencia de las instituciones y, por ende, de la vida jurídicamente organizada, a la que quieren sustituir por la ley de los más fuertes.
Esos peligros son la criminalidad hasta ahora imbatible; la pobreza con su secuela de insalubridad, educación insuficiente y desigualdad; la fragilidad del Estado de Derecho subyugado por la corrupción y la impunidad.
A esos debe de sumarse la ambición desmedida de gobernantes de todos los partidos y los capitalistas globales empecinados en conservar y fortalecer una nomenklatura pletórica de privilegios.
Tomando eso en cuenta, es fácil entender la fragilidad de las relativas institucionalidad y paz en que vivimos; y que el rompimiento violento de esas condiciones es la gran amenaza.
No es necesario ser comunista, ni marxista ni socialista a ultranza para comprender que sólo el cambio planeado, evolutivo y pacífico hacia la justicia social puede neutralizar y resolver de fondo la ebullición popular.
Alicia Bárcenas, secretaria general de la CEPAL, recientemente expuso en la UNAM, que hay rezagos importantes en materia de pobreza y desigualdad. Que es importante atender el campo para producir alimentos y dejar de importarlos
Y que lo más difícil para México será refundar las instituciones, recuperar la confianza ciudadana, crecer con inclusión social, abandonar los privilegios y darle paso al Estado de Derecho.
