Deberé aclarar que el título es una paráfrasis, ya solo porque la canción a la que alude es una que pocos conocen: en efecto, “John and Elvis Are Dead” sería distribuida como sencillo exclusivamente digital en 2005, lo que, en esa época de transición tecnológica, habría de impedir su inserción en las listas de popularidad. Lo que es más, para entonces su autor e intérprete, George Michael, había dejado atrás la gran popularidad: su éxito internacional más reciente, “Fastlove”, estaba por cumplir una década, y si bien el público británico le había sido razonablemente fiel, permitiéndole colocar su último álbum, Patience (2004), en el primer lugar de sus listas y cuatro de sus sencillos en el Top 20, lo cierto es que el tiempo de sus grandes triunfos tocaba a su fin. En los once años que le quedaban de vida no volvería a sacar a la luz un álbum de material inédito y solo distribuiría ocho nuevas canciones aisladas, ninguna de las cuales alcanzaría el Top 10 en país alguno y solo cuatro de las cuales se insertarían en el Top 20 británico. Esa muerte creativa llevaba anunciándose acaso desde el inicio de su carrera solista, cuando firmara una autobiografía demasiado temprana —Bare (1991), traducida como Desnudo al español y publicada a unos absurdos 28 años— en la que, refiriéndose a su producción musical de los diez años precedentes, habría de declarar “Lo que era entonces y lo que soy ahora… ¡uno de los dos tiene que ser un impostor!”.
A lo largo de 35 años de carrera, George Michael apareció ante el mundo bajo diferentes aparejos: los de un adolescente de clase trabajadora rebelde al punto de la anarquía (en el primer disco de Wham!, el dueto que formara con Andrew Ridgeley en 1981), los de un galán pop preproducido para alimentar la lubricidad de chicas adolescentes más (con su álbum solista debut Faith) o menos (en la segunda etapa de Wham!) sofisticadas, los de un cantautor de rostro anónimo y talante espiritual (con Listen Without Prejudice), los de un hombre maduro devastado por las pérdidas y evadido en la mariguana (con Older), los de un crooner a la vieja usanza (con Songs from the Last Century pero también con su última gira de conciertos, Symphonica), los de un activista gay politizado y provocador (con Patience y, señaladamente en esa etapa, con los videos de las canciones “Outside” y “Shoot the Dog”, desafíos enarbolados desde una identidad orondamente transgresora). Los tantos cambios, la fluidez de las identidades sexuales, políticas y estéticas desplegadas, serían suficientes para hermanarlo con David Bowie, otro de los grandes de la música popular británica muertos este año, si no fuera porque, más allá de las trasformaciones
en imagen y en discurso —o precisamente en virtud de ellas—, no podrían ser más distintos en esencia.
Si algo supo siempre Bowie es que un artista es, por definición, un impostor: como el dj de la canción homónima de su álbum Lodger, fue consciente en cada etapa de ser lo que tocaba (“I am the DJ, I am what I play”), ensayó la identidad de Major Tom o de Ziggy Stardust o del
Delgado Duque Blanco o del berlinés adoptivo con baja moral o del popstar pletórico o del metalero trajeado o incluso de la leyenda moribunda con la claridad del actor que representa un personaje de su propia creación, del dramaturgo que recurre a la ficción para cuestionar la realidad pero no —empresa imposible— para acceder a la verdad. Muy distinto sería ese Michael menos culto y menos intelectualizado —que no menos talentoso— que buscaría en su obra creativa un camino si no a la verdad, sí a un yo íntimo que le permitiera resolver de una vez por todas sus contradicciones internas. Exploradores ambos de la identidad propia y con ella de las identidades sexuales, culturales, sociales, políticas, Bowie habría de apostar por la razón y por las preguntas, Michael por la emoción y las respuestas. El primero, al abjurar de la esperanza que entraña la idea de la iluminación, moriría tranquilo y productivo, con una vida personal estable y el respeto a su legado creativo intacto; el segundo, empeñado en encontrarse a sí mismo, fracasaría en el intento, moriría sin producción sostenida en más de una década, ensombrecido su legado por el escándalo mediático y su devenir cotidiano por la adicción.
No se piense, sin embargo, que postulo con esto a David Bowie como un artista más importante que George Michael ni como un ser humano más logrado: uno desde el artificio intelectualizante y otro desde la sinceridad emotiva nos mostraron lo insondable de casi todo, la imposibilidad de saber quiénes somos y dónde estamos. Si Jesucristo iba a salvarnos de nosotros mismos, ¿cómo es posible que la paz y el amor y George y David estén muertos?