Cultura

Cobijado bajo un ala

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  • Cobijado bajo un ala
  • Nicolás Alvarado

Apenas el viernes pasado mal conté la anécdota en televisión —cometo de hecho una tautología: lo que cualquiera cuenta con palabras improvisadas, sin guión y sin discurso visual en un programa televisivo está siempre mal contado— y, sin embargo, coseché con ella un éxito inesperado. Mi jefe sonrío al despedir mi segmento, con esa sonrisa que solo depara a sus colaboradores por lo que considera trabajo bien realizado. Mi compañero floor manager me dedicó un movimiento del pulgar a manera de reconocimiento. Cuando encendí mi teléfono celular me esperaba un mensaje de texto de mi hermano, manifestándose orgulloso de mí. Y al poco tiempo recibí una llamada de mi madre, con idéntico discurso. Y todo por una anécdota (insisto) mal contada, que no había tenido cuidado de poner antes por escrito (yo solo pienso razonablemente bien en negro sobre blanco, y para argumentarlo cito con frecuencia la respuesta del crítico teatral Alexander Woollcott ante la pregunta de qué le había parecido un cierto montaje: “No lo sé; no he escrito mi reseña todavía”) y que acaso no hiciera suficiente justicia a su materia ni transmitiera adecuadamente el efecto que me produjo. Esta entrega es un intento por merecer los elogios extravagantemente dispensados pero, sobre todo, por hacer justicia a un artista y al efecto que me produjo su obra en un cierto mal momento. Va, pues:

Había asistido, acompañado de otra persona que generosamente me había recogido en su automóvil a tal efecto, a una cita de trabajo en una dependencia pública enclavada en la colonia Morelos. Y la cita había resultado acaso la peor experiencia profesional que haya vivido en 25 años de carrera. Porque la persona que íbamos a ver llegó a su propia oficina con más de media hora de retraso. Porque, una vez ante su escritorio, ni siquiera me permitió terminar de exponer el asunto que iba a tratarle —el aprovechamiento por parte de la dependencia a su cargo de un producto que me había sido encomendado por su antecesora, que había yo entregado en tiempo y forma y cuyo costo, entiéndase que pagado con dinero público, había sido ya liquidado a mi empresa en su totalidad—, desestimando el valor de cualquier proyecto que hubiera sido encargado por la administración anterior y espetándome un “A ver, no entiendo. Ya te pagaron, ¿no? ¿Entonces que te importa lo que hagamos o dejemos de hacer con lo que entregaste?”.

Esperé en silencio casi sepulcral lo necesario para que mi acompañante terminara de tratar los asuntos que debía desahogar con semejante personaje —en los que, por cierto, tampoco tuvo mucho éxito—, nos despedimos de él (en mi caso para siempre) y abordamos de nuevo el auto mal y de malas (y, para peor, obscenamente retrasados ambos para nuestros respectivos siguientes compromisos, el de ella en la colonia Del Valle, el mío en Polanco).

A las muy pocas cuadras tuve una buena idea para disipar la tensión entre nosotros y garantizar nuestra puntualidad en nuestras citas: me bajaría yo en la estación del Metro más cercana, que resultó ser San Lázaro, una que, curiosamente, no había yo utilizado jamás. Entré. Me franquee el paso por el torniquete con mi tarjeta. Ascendí hasta el andén —el metro en esos rumbos es aéreo—, todo mientras resoplaba menos por la carrera que por el entripado. Entonces vino la recompensa: ese andén era un lugar mágico. Y no solo porque se encontraba prácticamente desierto, sino porque su estructura cupular, blanquísima, semejaba un ala elegantemente curvada, sembrada de ventanas por las que se filtraba una luz casi irreal. La elegancia de la estructura, la altura casi infinita de los techos, la amplitud de los espacios me prodigaban una sensación de bienestar que calificaría de religiosa si creyera en las bondades de la religión.

La recorrí varias veces en uno y otro sentido antes de decidirme a abordar el vagón, y eso solo por no llegar tarde a mi cita. Una vez en movimiento, abrí el navegador de internet de mi teléfono e hice una pesquisa; habría debido anticipar la respuesta: el arquitecto era Félix Candela, español conocido por su uso de una forma llamada paraboloide hiperbólico con la cual habría de construir, desde su empresa Cubiertas Ala, algunas de las cúpulas más conmovedoras —y he pensado la palabra antes de consignarla— que se alzan en nuestro país.

Si apelé a la anécdota en ese reciente espacio televisivo fue para reseñar la Guía Candela, libro editado por la revista Arquine que ofrece un prontuario para visitar la obra del arquitecto en todo el territorio nacional. En vista de su efecto sobre mí aquel día malhadado, no podría recomendarla lo suficiente: por eso lo hago, otra vez, aquí.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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