De pronto tengo la impresión de que ya llevamos demasiados años narrando y asimilando historias de violencia extrema. En los últimos 21 años (1994-2015) nos hemos vuelto recolectores consuetudinarios de piezas que retratan los extremos de esa creciente maldad que se ha esparcido en tantas regiones de México.
Nos hemos convertido en algo así como cotidianos antropólogos del sufrimiento infernal que infligen unos y padecen otros. En arqueólogos de ensangrentados campos de batallas y putrefactas celdas de torturas. Coleccionistas de durísimas narraciones sobre despiadados monstruos que se han apoderados de poblaciones y municipios enteros donde pululan aterradas y dolientes víctimas que nunca dejan de temblar y llorar.
¿Cuántas muertes hemos reseñado? ¿Cuántos cadáveres hemos olido? ¿Cuántas balas percutidas hemos recogido? ¿Cuántos charcos de sangre hemos pisado y fotografiado? ¿En cuántas torturas, mutilaciones e incineraciones hemos ahondado? ¿Cuántos pequeños campos de extermino hemos desmenuzado? ¿Cuántos llantos desconsolados hemos detallado? ¿A cuántos velorios hemos ido? ¿Cuántos entierros hemos grabado? ¿Cuántos pavores hemos diseccionado? ¿A cuánta gente desecha del alma hemos tenido que abrazar, quizá para ocultar nuestras propias lágrimas? ¿A cuántas mujeres y jóvenes hemos tenido que palmear mientras balbucean de terror al describir a los miserables que destazaron a sus padres e hijos?
Y no, a pesar de todo no podemos dejar de contar esas historias. No podemos, no debemos dejar de hacerlo porque nosotros no inventamos esos infiernos, solo los retratamos, los plasmamos en hojas y en imágenes. Ahí están. Ahí van a seguir. No por la insolencia de ocultar esas cosas o por la estulticia de dejarlas de hilvanar van a desaparecer. Alguien más las narrará. Por ejemplo, periodistas extranjeros.
No sé si nuestros políticos (tantas veces cómplices de quienes engendran maldad) entienden esto, pero no debemos volvernos insensibles. Tantas y tantas historias de horror no deben conculcar nuestra capacidad de asombro, no deben provocar que nos habituemos a la virulencia de los hechos, o pronto una masacre de 43 personas ya no va a ser nota de primera plana.
"Las imágenes violentas que proponen una reflexión no generan más violencia; al contrario, sirven para regularla. Es el caso de La caza (Saura, 1965), Naranja mecánica (Kubrick, 1971), o de tantos crudos documentos".
Es el físico, profesor, investigador y escritor de aforismos Jorge Wagensberg Lubinski (catalán, 66 años) que respondía a la pregunta: "¿La exposición a imágenes de violencia nos hace más violentos?", planteada por el diario español El País en mayo de 2013. No sé si son dudas éticas o morales, o ambas, pero si perdemos la capacidad de indignación, de llorar; si extraviamos la empatía —la misericordia—, creo que este país ya se jodió...
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