Política

Ni a "El Negro" ni a mí nos desaparecieron…

  • Doble fondo
  • Ni a "El Negro" ni a mí nos desaparecieron…
  • Juan Pablo Becerra-Acosta

Eran finales de los 70, luego principios de los 80 (1978-1983). Éramos adolescentes. Éramos teenagers y poco más. Éramos jóvenes entre los 15 y 20 años. Si queríamos, nos metíamos de todo —coca, mota, anfetaminas, chochos, alcohol—, pero nadie nos desaparecía, aunque nos pusiéramos camisetas del Che, escucháramos canciones subversivas, leyéramos poemas revolucionarios y planeáramos revueltas de bar y café.

A guerrilleros y opositores muy activos (estudiantes, obreros, campesinos) sí los podían matar: policías o militares que obedecían órdenes de civiles eran capaces de desaparecer a esa gente, pero a los demás, una especie de enorme tribu urbana radical chic, no.

Nunca nos tocó padecer que a nuestros amigos o conocidos que estudiaban cine los levantara, tortura, ejecutara y disolviera en ácido un comando de monstruos jaliscienses, como sucedió con Javier Salomón Aceves Gastélum, Marco Francisco García Ávalos y Jesús Daniel Díaz García, a quienes aniquilaron… porque “estaban en el lugar y en el momento equivocados”, dijo con gran sapiencia y tacto algún genio de la fiscalía local.

O porque la tía de alguno de ellos ejercía lenocinio y tenía relación con un narco. Hombre, si la señora explotaba mujeres, que se pudra en prisión. Y si era amigota y cómplice de un sicario, y alteró la escena del crimen, pues más, pero eso no justifica que las autoridades se sientan aliviadas porque creen haber hallado… el motivo de la “confusión”. Ese es uno de los problemas en esta atroz guerra: que muchos gobernantes piensan que las aberraciones que vivimos desaparecen… cuando las narran; creen que una vez contada su “verdad histórica”… debemos agradecerles y regresar, idiotizados, a la cotidianeidad.

Normalizar la violencia, las monstruosidades. No. Vuelvo a mi juventud. En mi primaria-secundaria, el Colegio Tepeyac Del Valle, en la chilanga colonia Florida, estudiaba Alejandro González Iñárritu, El Negro. Somos de la misma edad, pero él iba un grado más arriba que yo. Alejandro, como su hermano Héctor, que estaba en prepa, jugaba muy bien futbol. Nunca fuimos amigos. Vaya, ni nos saludábamos, más allá de un leve movimiento de cabeza en los bebederos de agua, luego de las cascaritas (sí, tomábamos agua de la llave, agua helada y puerca, mordíamos naranjas sucias en vez de ingerir Gatorade, y no nos pasaba nada). Coincidíamos en el campo de juego, en los intensísimos torneitos de futbol internos o en las competencias entre escuelas (contra el Franco Español se armaban madrizas épicas). Años después, mis amigos y yo jamás padecimos el horror de saber que un comando desapareciera en Jalisco a un conocido, a El Negro y sus compañeros de estudio… cuando hacían una tarea de cine.

Esto no se trata de la estolidez de que todo tiempo anterior fue más lindo; no, no era el paraíso la atroz dictadura imperfecta del PRI —un asco de encierro político y censura mediática—, pero nadie andaba temeroso de que en cualquier momento y en cualquier lugar un comando de sicarios y policías nos fuera a desaparecer: a levantar, torturar, ejecutar y disolver en ácido cuando estuviéramos haciendo una tarea en una finca de Guadalajara, Puerto Vallarta, Mazatlán, Cancún, Tulum, Tijuana, Ciudad Juárez, o en algún sitio de Guerrero, Tamaulipas, Michoacán, Nuevo León o donde usted escoja. Me da un ataque de escalofríos. Imagine usted: el cine se hubiera privado de lo que ha hecho González Iñárritu. De ese tamaño es nuestra tragedia hoy. Y lo peor: el que gane en julio no tiene idea de lo que va a enfrentar. Y nosotros, todos, no somos tres, en medio…

jpbecerra.acosta@milenio.com
Twitter: @jpbecerraacosta

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