La guerra declarada al narcotráfico hace poco más de 10 años (diciembre 2006) por el ex presidente Calderón no ha traído solución alguna al problema. Lo que sí ha dejado es una violencia desbocada que se ha hecho parte de nuestra vida cotidiana. Lejos de abatir a la delincuencia organizada, esa guerra la ha acicateado. Los hechos lo demuestran: el pasado mes de enero se registró un aumento de 38 por ciento de homicidios dolosos en comparación con el mismo mes de 2016. Michoacán (de Calderón) fue el punto de arranque de un operativo militar con el objetivo de aprehender a aquellos grupos delincuenciales que se habían apropiado de muchos espacios de esa entidad federativa. No se logró el objetivo mencionado, sino que, por el contrario, el problema empeoró. Esa decisión reflejó la debilidad institucional del Estado mexicano, a punto de que fuera calificado por muchos como un “estado fallido”.
El principio fue solo Michoacán. Hoy, la presencia de las fuerzas armadas se ha expandido: la violencia criminal se encuentra, al menos, en 25 entidades federativas donde la violencia va al alza, lo que indica la gravedad del problema irresuelto. Por eso, en una década, se ha vuelto habitual observar (o saber) que el Ejército y la Marina están en la calle, cumpliendo una función policíaca que no les corresponde.
De acuerdo con algunos especialistas (A. Hope) esta administración presidencial arrojará un saldo en alto grado sangriento: el número de homicidios dolosos (la proyección indica 140 mil al final de 2018) superará a los 121 mil que corresponden al sexenio anterior. De la misma manera el mes de enero pasado fue superior en número de víctimas comparado con el peor mes calderonista (abril 2011).
La estrategia de Calderón, impulsada sobre todo por su déficit de legitimidad, no ha sido modificada significativamente durante estos 10 años. Una estrategia fracasada e injustificada. Con base en una investigación del Instituto Belisario Domínguez del Senado, se concluye que no era necesario activar al Ejército contra el narco. La decisión de Calderón fue irracional. No midió la sangre que correría, lo mucho que costaría y lo poco que solucionaría.
Parafraseando a Héctor de Mauleón, el gobierno de Calderón inventó una “ola de violencia”. Basándose este autor en las conclusiones del estudio efectuado por el Instituto Belisario Domínguez, “la supuesta ola” nunca existió (El Universal, 21/II/17). En otras palabras, no era necesario sacar al Ejército de sus cuarteles para combatir al narcotráfico. Sin embargo, absurda o no la decisión del ex presidente, la consecuencias son funestas y persistentes. Es necesario pasar de una estrategia fracasada a una viable. La administración de Peña Nieto tiene que aceptar que las medidas adoptadas por Calderón fueron erróneas. Y tendría, aunque el sexenio está ya muy avanzado, replantear una maniobra para evitar un desgaste mayor de las fuerzas armadas, del crecido río de sangre y la inseguridad brutal que envuelve a la sociedad. Deslindarse de Calderón impediría que el actual gobierno se convierta en su cómplice.
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