Cualquier iniciativa que tenga que ver con una reforma, por definición, encuentra resistencias. Nuestro régimen democrático le ha abierto las puertas a la protesta y, en muchos sentidos, le ha cerrado el paso al debate racional. Lo anterior podría explicarse por nuestra escasa educación cívica. Es más probable discrepar sin motivos que argumentar con razones. Es más fácil confrontar e imponer que negociar. Después de un año del nuevo gobierno priista se observa que la política democrática no acaba de cuajar.
Peña Nieto se entregó al reformismo, aunque todavía le faltan algunas etapas para considerarlo como reformador. Es indudable que el país tiene que cambiar de manera significativa para retomar la senda del desarrollo. El país está en un bache. Un dato: de acuerdo con cifras de la Cepal (2013), todos los países de América Latina redujeron sus índices de pobreza. México fue la excepción: el país tuvo un incremento 0.8 por ciento en este rubro, lo que significa que un millón más de mexicanos ingresaron a la zona de pobreza.
El modelo de desarrollo nacional está en crisis. La desigualdad, reflejo de la pobreza, hace gala de presencia en nuestro territorio. La corrupción, imbatible. El crecimiento económico es uno de los más bajos en la región latinoamericana. La violencia continúa implacable, pese a que las cifras oficiales indican que los homicidios dolosos van (ligeramente) a la baja. Estos indicadores conducen a una conclusión inequívoca: es necesario redefinir el modelo de desarrollo y para ello es impostergable introducir las reformas. Esto es hacer los cambios que permitan recuperar la senda del crecimiento que nuestro país tuvo en otros tiempos.
Recuérdese la época del desarrollo estabilizador (1950-1980) que le auguraba a México convertirse en una potencia intermedia en poco tiempo. Todo quedó en utopía y ahora, pese a que se tiene un presupuesto nacional cuantioso (4.5 billones de pesos) y el país se encuentra entre las 15 economías más importantes a nivel global, las perspectivas futuras no son halagadoras; por el contrario, todo es incierto.
Cambiar el modelo nacional, para llamarlo de alguna forma, implica diseñar reformas que no solo modifiquen la senda del crecimiento, sino que, como consecuencia de ello, se inicie una etapa de disminución de la desigualdad y la pobreza y que el bienestar social sea inclusivo a un número mayor de grupos de la sociedad.
Reformar ha sido el verbo político de Peña Nieto. Sin duda fue una sorpresa la que le propinó al país al anunciar, al día siguiente de su toma de posesión, un Pacto por México cuya finalidad era encontrar acuerdos para catapultar reformas. Los tres partidos más importantes de nuestro sistema político se adhirieron a la iniciativa y las expectativas de lograr acuerdos subieron como la espuma durante los primeros meses de su gobierno. Sin embargo, no se contó que en este país toda iniciativa reformadora, cualquiera que sea ésta, encontrará un sólido muro de resistencia.
Así se propuso una reforma educativa, no solo necesaria, sino urgente de instrumentar. Puede decirse que tuvo visos más laborables que pedagógicos, pero al final de cuentas es una iniciativa que le permite retomar al Estado la rectoría en materia educativa, la que perdió ante el poder fáctico que se construyó en torno del sindicato magisterial, ahora descabezado. Una reforma de telecomunicaciones que prometía introducir la competencia en el ámbito de los medios de comunicación y, por razones diversas, no ha podido concretarse hasta ahora. Una reforma energética que ha generado una enorme polémica, sobre todo, porque no se combatió, como primera tarea, a la corrupción que impera en la empresa más importante de México (Pemex). Su burocracia es corrupta y su líder sindical no desentona. Esta reforma se ha hecho a la carrera (fast track), violando algunas disposiciones legales y, de no manejarse de manera adecuada, puede desembocar en un conflicto nacional. Ya se ha aprobado y, aunque se argumente que fue votada por la mayoría de los legisladores, dicha reforma nace desaseada y generando inmensas dudas.
Toda reforma que se proponga dejará a algunos insatisfechos y a otros complacidos. Toda reforma será cuestionada por cualquier motivo (traición a la patria, equivocada, privatizadora, etcétera). Puede concluirse que antes de proponer una reforma hay que saber la magnitud de la protesta que generará. El punto no es reformar por reformar, sino adecuar los objetivos de los cambios a las necesidades del país, cosa que no suele hacerse en México. Puede afirmarse que la reforma energética abre un camino de incertidumbres.