Dice el filósofo catalán Josep Maria Esquirol que “los sentimientos más fuertes de nuestra vida son los relativos al misterio” (La penúltima bondad, Acantilado, 2018). Inmediatamente después añade que la transparencia es la enfermedad de nuestro tiempo y nos ilustra con dos citas de Walter Benjamin: “Las cosas de vidrio no tienen aura” y “el vidrio es el enemigo del misterio”.
Desde la transparencia total no podría uno relacionarse con las personas, quizá ni con los seres queridos, y un gobernante expuesto a la transparencia radical no resistiría ni una semana en el poder. Lo que llamamos transparencia en el siglo XXI es en realidad la opacidad bañada por la luz de una linterna, es decir: una chapuza.
Pensando en que el vidrio es el enemigo del misterio, contemplé un funeral budista en el Tíbet que me pareció la madre del misterio. En la cima de una montaña, un monje extiende el cadáver de un hombre, quizá un colega de su misma orden, y le hace, con un cuchillo, una serie de incisiones en el cuerpo. Ya que está el cadáver preparado otro monje libera a una enorme parvada de aves carroñeras, buitres, alimoches, quebrantahuesos, que se lanzan a depredar la carne que se les ofrece hasta que, en cosa de dos minutos, no queda más que un esqueleto humano escrupulosamente limpio.
Este funeral tan misterioso acorta el penoso tránsito entre la materia y el polvo, le ahorra al cadáver el penoso tránsito por todas las etapas de la putrefacción; en unos cuantos minutos las aves carroñeras hacen el trabajo que a los gusanos de una tumba convencional les tomaría meses o años, o siglos si la tierra tuviera propiedades momificantes.
En términos simbólicos es mejor el ave que los gusanos, después del funeral tibetano el cuerpo queda atomizado dentro de los estómagos de un centenar de buitres, se echa a volar dentro de ellos y no sería delirante pensar que ese cuerpo se ha ido al cielo. Pero el que se atomiza dentro del sistema digestivo de los gusanos se va tierra adentro rumbo a Mictlán, a oscurecer todavía más el misterio.
El escritor y ornitólogo Francisco Ferrer Lerín cuenta en su libro Besos humanos (Anagrama, 2018) la historia del comedero para buitres, o muladar, que fundó hace años en un paraje del Pirineo. Un amigo suyo que quería observar muy de cerca el banquete necrófago, sin perturbar a los comensales, vació el cadáver de un burro y se metió dentro para pasar desapercibido hasta que, supongo, las aves carroñeras terminaron con la carne expuesta y decidieron atacar el cuerpo del burro. Nadie conoce el nombre de ese amigo de Lerín, pero se sabe que le decían, con sobrada justicia, el Buitre.
Antes de este muladar se improvisaban comederos de buitres en Teruel, Lérida y Huesca, cuya materia prima conseguía un ornitólogo autodidacta que tenía acceso a las cámaras frigoríficas del Museo de Zoología y del Zoológico de Barcelona. Nos cuenta Lerín cómo los candidatos a ornitólogos “iban entrando en fila, perfectamente ordenados y dispuestos, pero algunos, al descubrir el panorama de carroñas multiformes amontonadas sobre un suelo viscoso en un ambiente frío y enrarecido, veían flaquear sus fuerzas y abandonaban”. Aquellos que resistían el ambiente espeso de esas cámaras frigoríficas, cargaban en sus coches una porción de carroña multiforme y la llevaban a uno de esos comederos improvisados para ver bajar la parvada de buitres. “Se depositaban las cabezas de caballo partidas —alimento destinado a los carnívoros del zoo— y los cadáveres enteros o troceados de cebras, hipopótamos y jirafas en las proximidades de los farallones y cortados que sobrevolaban los últimos ejemplares de necrófagos aéreos”.
Esto sucedía en el norte de España en los lejanos años sesenta, pero el muladar de Lerín ha llegado hasta el siglo XXI como un lugar de culto que él se empeña en mantener lejos de los curiosos lesivos y de las hordas del turismo ecológico que husmean por la región en las vacaciones de verano y en Semana Santa. En esas épocas Lerín protege a los buitres de los buitres.
Muy temprano sale el ornitólogo con sus tinajas de carroñas multiformes, las distribuye en la zona central de la meseta y se agazapa dispuesto a observar la llegada de los buitres. Primero aparece uno sobrevolando en círculos y poco a poco van añadiéndose individuos hasta que forman un torbellino oscuro que comienza a bajar haciendo un ruido escalofriante y, conforme van tocando tierra, los buitres se van lanzando sobre las carroñas, las sujetan con las garras mientras les clavan los picos, se las arrebatan, levantan una polvareda que sirve para evitar que la transparencia aniquile esa experiencia misteriosa.