En 1971 se presentaron 21 películas en los espacios de lo que poco después sería conocido como la antigua Cineteca Nacional, arrasada por un incendio en 1982, constituyendo la I Muestra Internacional de Cine. Todo un hito, dado que no existían ni de cerca las múltiples posibilidades de acceso a las obras cinematográficas que hoy se tienen: en varios de los casos, o la veías ahí o te la perdías casi en definitiva, hasta que se empezaron a editar películas en video.
46 años y 60 muestras después (en algunas etapas recientes se ha programado una en primavera), llega la 61a edición a nuestra ciudad, que la recibió para ser proyectada en una sala de cine, cual debe, aunque de las 14 cintas que la conforman nada más nos llegaron diez. Cuando este paquete fílmico de la Cineteca aterrizó en León por vez primera hace 20 años, se exhibía, si mal no recuerdo, en los antiguos MM Cinemas de Plaza Mayor en varios horarios; posteriormente naufragó para reaparecer en un sótano, un teatro y en algunas universidades.
Ahora regresa a una sala de Cinépolis de la Gran Plaza, como en la edición anterior, pero (siempre hay un pero) en un solo horario. Si esta restricción es asunto de las compañías exhibidoras, esperemos que se olviden por un instante de la taquilla y le dediquen una sala completa a la Muestra (y al Foro, ya entrados en gastos), en aras de la promoción de la cultura cinematográfica, incluida en sus misiones y visiones empresariales, dicho sea de paso.
Se trata no de suplir, sino de abrir opciones a la cartelera habitual que además en esta época del año, languidece de manera notable, sobre todo porque faltan muchas cintas del circuito de premios por llegar a nuestra ciudad (Elle, Jackie, Patterson, Loving, Fences, Lion y demás), aunadas a las que generalmente nunca ven la luz de la sala. Ya se recuperarán en el verano. Ojalá en esta tendencia la Muestra vuelva a presentarse como al inicio, con todo y que su importancia ha disminuido debido a que varias de las películas que la integran se pueden ver por otros medios.
Nostalgia por Hollywood
Siguiendo una añeja tradición de la Muestra, la película inaugural fue del prolífico, incansable, polémico y genial Woody Allen, quien ahora presenta Café Society (EU, 2016), filme que dentro de su trayectoria no se encuentra entre lo mejor pero tampoco entre lo menos bueno que ha realizado. Se trata de un filme disfrutable, superando el nivel de sus antecesoras De Roma con Amor (2012), Magia a la luz de la luna (2014) y Un hombre irracional (2015), aunque distanciado ya no de sus consumadas obras maestras (Días de radio [1987], por citar una relacionada con el tema), sino de grandes cintas recientes como La provocación (2005), Medianoche en París (2011) o Blue Jasmine (2013).
Con acotado sentido del humor y apostando más por un tono de romance imposible y mirada añorante, el realizador de El ciego (2002) y aquí también fungiendo como narrador en off, nos lleva al Hollywood de los años treinta, como lo hiciera para los veinte en su clásica Balas sobre Broadway (1994), con el fin de contarnos la historia de un joven neoyorquino (Jesse Eisenberg, cual Allen rejuvenecido) que llega a Los Ángeles para probar fortuna con el apoyo de su tío, un importante productor fílmico (Steve Carell), cuya asistente y amante (Kristen Stewart, versátil), se convierte en el objeto amoroso del recién llegado.
No obstante la falta de la habitual chispa en ciertos diálogos y la inclusión de algunas situaciones evitables, como el fallido encuentro con la prostituta (Anna Camp), cual ejemplo de una expectativa trunca para alcanzar la fama, la película se sostiene en unajazzeada ambientación, cortesía de la casa, que envuelve un relato de amor en el que importa más el contexto, con todo y la fotografía luminosa y detallista del mítico Vittorio Storaro, que el texto en sí mismo: ahí están las referencias a figuras legendarias como Joan Blondell, Robert Taylor, Barbara Stanwyck, James Cagney, Joan Crawford, Fred Astaire y Ginger Rogers, así como las maneras de conducirse en estos ambientes de creciente riqueza post-depresión en los dorados años treinta, entre fiesta y ciere de contratos.
Como la de los Coen en ¡Salve César! (2016), resulta curiosa la mirada de Allen sobre Hollywood, un no-lugar y un valle de sombras, como ha sido descrito, con el que no mantiene una relación cercana: de pronto parece rendirle homenaje pero al mismo tiempo conserva su mirada crítica (eso de mezclar bocadillos con champaña como le señala el personaje de Parker Posey), sobre todo en el contraste constante con la vida en Nueva York, incluyendo la historia gansteril del hermano del protagonista (Corey Stoll), las infaltables discusiones judías escenificadas por los padres (Jeannie Berlin y Ken Stott) y la gerencia del club ya establecido con la segunda Verónica (Blake Lively).
Termina por resultar más atractiva la narrativa cinematográfica con sus recursos de edición y cámara que el relato en sí mismo, que ciertamente va mejorando conforme avanza la cinta, con todo y esa anhelante conclusión que contrapuntea las miradas extraviadas de los dos protagonistas al filo del año nuevo en completa soledad, a pesar de estar rodeados de gente en plan celebratorio, acaso buscando todavía estar en un lugar que parece inalcanzable, sobre todo después de haberlo tenido en las manos, un poco como sucedía en La La Land (Chazelle, 2016).
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