El pasado 31 de octubre se conmemoraron 500 años de la llamada “reforma” protestante, día en que se supone que Martín Lutero clavó sus 95 tesis sobre la puerta de la Iglesia de Wittemberg.
Sin embargo, si se empieza conmemorando —o celebrando algunos— un hecho histórico a partir de algo que no sucedió, (Lutero nunca clavó sus tesis en público, se las envió a su amigo Alberto de Brandenburgo) mal empiezan las cosas.
Una reforma implicaría la mejora institucional de un sistema o estamento de manera ordenada, progresiva, lógica y paulatina; esto es, desde adentro, nunca desde afuera y en contra de la misma.
Sin embargo, este movimiento político regionalista —travestido de religiosidad— no buscó reformar nada sino derruir e imponer, desde la impostura y la anarquía, un beneficio de grupo: ya fueran los bolsillos de los codiciosos príncipes alemanes (que financiaron a Lutero como títere y portavoz de sus intereses) o los “derechos de bragueta”, parafraseando a Juan Manuel de Prada, y la codicia del propio suicida de Wittemberg y los demás incontinentes que le siguieron.
Quienes lo celebran desde sus limitaciones, lo hacen con los ojos tapados e instalados en la tranquilidad que implica no conocer ninguna de sus obras escritas—como sus epístolas deletéreas o sus obras antisemitas como De las mentiras de los judíos (reivindicadas por el Nazismo en el siglo XX) y sin haber leído las 95 Tesis (donde reconoce la Primacía del Papa y la validez de las indulgencias, como la tesis 9, 51; y su rol como intercesor de Cristo, desde la 61 y la 69 hasta la 91).
Y es que lejos de ser un reformador, como demuestra la historiadora Angela Pellicciari, Lutero es un revolucionario dominado por el odio que “destruyó la sociedad de su tiempo...Estableció una relación directa entre el individuo y Dios, privando a la persona de la comunidad. En la interioridad de nuestra propia conciencia uno puede hacer decir a Dios cualquier cosa que se le ocurra…Porque él entendía la libertad como libertad de Roma, pero en cambio se sometía al príncipe de turno. Cambia un señor por otro”.
De lo anterior nacerá el subjetivismo que no apela a la verdad ni a la razón sino a la conveniencia; y se impone el relativismo como regla (en vez de ser desechado como vicio) pues cada quien puede tomar de “la verdad” o “la revelación” lo que acomode a su interés o capricho.
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