Ninguno de los diez cuentos que conforman el libro más reciente de Julián Herbert, Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino (Literatura Random House, 2017), tiene al cineasta como protagonista, pero sí como eje: una especie de homenaje a una mirada que pone en entredicho la noción del mal, o la del bien —según se vea—, para plantear a los seres humanos con sus dudas, más que con certezas.
“La figura de Tarantino sí ocupa todo el libro, lo abarca, le da sentido. El libro es un homenaje a un artista que me parece espectacular, quizá sea mi cineasta favorito, pero incluso en el último relato del libro hay una reflexión, una especie de conferencia sobre las razones por las que admiro a Tarantino, en especial como escritor. Para mí es un escritor de cepa shakesperiana”.
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[OBJECT]Sus personajes ponen en duda la ética o la moral: un vengativo coach de recuerdos personales; un burócrata mexicano que cae en desgracia por la corrupción de altos funcionarios, un reportero adicto al crack convertido en payaso de rodeo literario o un videoartista cuya obra consiste en filmar pornografía gonzo con mujeres enfermas de sida, son algunos de los que aparecen.
“Es una manera de mostrar la complejidad de definir qué cosa es la ética y qué cosa es el mal y hasta qué punto el mal nos representa, porque estamos muy acostumbrados a ver al mal como eso que sucede en la acera de enfrente y no como algo con lo que sentimos empatía”.
Herbert se había propuesto desarrollar personajes empáticos, por ello es muy importante la presencia de Tarantino, porque al mismo tiempo se vuelven personajes que, en otras circunstancias, terminarías por odiar, “te parecerían malos bichos”.
Ya todos se creen del norte
Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino no es un libro de cuentos sobre el narco ni sobre sus personajes, si acaso sobre seres humanos ladrones, asesinos, traidores, “todo lo que quieras, pero que en última instancia tienen escrúpulos, no son psicópatas absolutos desligados de la realidad”.
[OBJECT]“Tienen principios, tienen una especie de ética de espacios alterados, como si la moral fuera una forma de intoxicación. Ese es un tema que a mí me interesa mucho: las técnicas que usa Tarantino para acercarse a esos problemas de la conducta, que son un problema filosófico en el fondo”.
Herbert estaba interesado en jugar con asuntos que vienen de otro lugar, no de los esquemas tradicionales del narcotráfico y de sus personajes, bajo una certeza: “hoy todo mundo escribe como si fuera de Tamaulipas”.
“Yo, que vivo en el norte, estoy consciente de que ellos se fueron, empezaron a usar sombrero cuando llegaron a la Ciudad de México: la manera como yo veo al norte es la de un escritor que se quedó y me puse a ver lo que venía después”.
Por eso, la mayoría de los cuentos suceden en otro lugar: ahora suceden en la Ciudad de México, en el aeropuerto de París y sólo un pasaje del último relato transcurre en Saltillo, “de lo que me di cuenta hasta después”.
“El hecho de haberme quedado me dio la curiosidad de imaginar otros lugares, ya no estar obsesionado con mi región. No me interesa regresar a ver el pueblo, mi acercamiento con el paisaje casi es periodístico, amén que mi lenguaje ha cambiado mucho con el paso de los años, lo que no deja de ser una de mis búsquedas permanentes”, cuenta Julián, apenas aterrizado en México tras dos meses de vivir una residencia literaria en China.
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