“El verdadero México es un país con una Constitución y leyes escritas tan justas en general y democráticas como las estadunidenses; pero donde ni la Carta Magna ni las leyes se cumplen. México es un país sin libertad política, sin libertad de palabra, sin prensa libre, sin elecciones libres, sin sistema judicial, sin partidos políticos, sin ninguna de nuestras queridas garantías individuales, sin libertad para conseguir la felicidad.”
El párrafo anterior corresponde a la obra del periodista John K. Turner, México bárbaro. La Constitución a la que Turner aludía era la de 1857, y el pronunciamiento claro en los tiempos convulsos derivado del gobierno de Porfirio Díaz, que siempre contó con el apoyo de Estados Unidos, particularmente de su presidente Howard Taft (sí, el mismo que gobernó Filipinas, Cuba y luego su país), para el México de 2017 constituye una visión inconcebible, de cualquier lado que se parta.
En esta mirada que pertenece a la historia, Turner decía: “En el momento de escribir estas líneas hay cerca de 30 mil soldados estadunidenses que patrullan la frontera mexicana, y barcos de guerra de Estados Unidos navegan en la proximidad de puertos mexicanos. Aunque ni un solo soldado llegue a cruzar la línea, ni los barcos disparen un solo tiro, se trata de una intervención efectiva”.
Turner habla de un México sometido al capital estadunidense —se habla de 900 millones de dólares de aquella época en inversión— y de una aplastante dependencia política, respecto a los poderes de Estados Unidos.
El país cambió. Se estabilizó el gobierno luego de intensas pugnas. De nuevo se organizó el poder. Cambió la realidad de México, inclusive hasta nos reconciliamos con el país del norte y alegremente se firmaron acuerdos con prometedores negocios, igual que muchísimas décadas atrás. Pablo González Casanova sostiene que la realidad es más rica que la palabra y “ya enriquecida, esta vuelve a enriquecerse con lo nuevo, que deja ver el pensarla y hacerla”. Llevando el tema a la perspectiva de la realidad social y política de la historia contemporánea mexicana diríamos que el país se transformó sobre un eje: la Constitución de 1917, por cierto, 700 veces reformada desde su creación, casi 300 en los tres pasados sexenios. Tantas reformas proveyeron de una nueva Constitución a los mexicanos, aunque la mayoría no repare en ello y se prepare jubiloso a recordar la que emitió el Constituyente de 1917.
En su centenario, la cumpleañera se halla —enriquecida, aumentada, modificada— en el centro de una tensión reflexiva ¿se necesita una nueva Constitución, o no? Porque la que se festeja tan pomposamente perdió el espíritu que le dio origen. Desde diferentes perspectivas y conocimiento de la Carta Magna, muchas voces se alzan, discuten su vigencia, demandan una Constitución aplicada y aplicable. Algunos dicen que solamente reconoce derechos preexistentes, que lo mejor sería volver al texto de 1917; otros razonan que por ahora, no hay condiciones para una nueva; unos más apuntan que hoy es un documento inaccesible, confuso, contradictorio, paradójico, complicado en su estructura y complejo en su redacción. Más aún, niegan la factibilidad para el establecimiento de un Constituyente. La polémica y el festejo se entrecruzan con otros problemas, principalmente de política internacional, zarandeados los mexicanos por gobiernos en los que la realidad nace muerta y con ella cualquier compromiso. La única realidad en nuestros días es que México atraviesa por momentos difíciles, tan difíciles como hace 100 años, cuando el poder delirante de algunos políticos de aquellos años dotó de elementos a John K. Turner para pincelar el mito del México bárbaro.