“No hemos vencido la tragedia del mundo, pero tal vez hemos encontrado alrededor y adentro nuestro una mirada abierta, distinta, inédita, la mirada de lo que es posible”. Apunta la cantante y musicoterapeuta Hebe Rosell.
“Desde bebecita, mis padres me llevaban a una playa todos los veranos, Piriápolis, en la costa del Uruguay. Se hacían fogatas nocturnas. Los exiliados españoles cantaban canciones de la Guerra Civil Española contra Franco. Ellos mantuvieron ese espíritu, la batalla por los cambios, por la dignidad. Son las herencias, eso las mujeres lo reconocemos bien. Ahí estaban Rafael Alberti, Pablo Neruda, le cantaban al mar. El mar es la pasión de mi papá. Mi padre es ciego, me usaba para que lo ayudara a pasar las olas y llegar mar adentro, ahí me contaba historias y poemas”.
Tus parientes maternos son judío-sefardíes. Naciste el 3 de marzo de 1943, el día que mandaron al primer contingente de judíos de Salónica a Auschwitz. ¿Cómo viviste ser judía?
En la escuela secundaria inglesa, me perseguían con mangueras por el patio, aunque en casa no éramos creyentes. La discriminación fue algo que entró rapidísimo en mi conciencia.
Muy joven decidiste estudiar musicoterapia.
Tiene que ver con mi papá; era sabio, potente, poeta, músico, inteligentísimo. Fue natural estar rodeada de ciegos, de gente muy culta en general. La fragilidad de los discapacitados puede convertirse en otra cosa si son atendidos y capacitados. Por 14 años estuve en el hospital Ferrer, trabajando con 25 niños y adolescentes afectados por la poliomielitis, con parálisis del sistema respiratorio, todos los miembros, el cuerpo entero. Era un centro piloto, necesitaban pulmotores para sobrevivir, todos tenían traqueotomía. Ellos querían hacer música para componer sus propias canciones y cantarlas. No era raro ver cómo tocaban con un dedito del pie izquierdo el piano; con la boca, los palillos para la percusión, el xilófono; y cómo iban, entrecortadamente, con el ritmo que daban los pulmotores, sacando sus propias canciones para decir lo que sentían y qué querían ser, a pesar de todo.
Háblanos de tu hijo Juan. De 1974, de cuando estás en La Plaza de Mayo de Buenos Aires y el presidente Perón regresa de su exilio.
Yo era una militante muy activa antes de embarazarme de Juancito. Había un movimiento multitudinario en Argentina, éramos millones tratando de que cambiara la situación, sobre todo de la gente trabajadora. Había intelectuales, periodistas, artistas, como Mercedes Sosa, mucha gente comprometida que tuvo que salir al exilio también. En 73, estaba embarazada de Juan como de 6 o 7 meses y presentamos el disco de Montoneros (grupo de izquierda y guerrillero peronista), esta vanguardia radical del Peronismo. Juan nació poquito antes de que empezara la represión: cruel y rigurosa. Cuando tenía 23 días de nacido me fui a la Plaza de Mayo en donde Perón, el líder por el que habíamos peleado tanto, nos echó a los combativos por “indóciles” y porque, dijo, estábamos metiendo demasiada violencia en el proceso que él pensó que tenía que ser más pacífico y de componendas. Eso no lo perdonábamos. Nos sacó de la Plaza de Mayo, éramos una cantidad enorme de gente, yo salí con Juancito en los brazos, diciendo: “Bueno, aquí empezó el exilio”.
Te vas con tu hijo a España en el 75.
España fue muy duro también porque aunque tratábamos de vivir en paz con su papá, cierta paz que no habíamos tenido en los últimos años, nos acusaron al grupo Montoneros de estar violentando la reciente democracia española. Recibí una llamada a las tres de la mañana de la esposa de uno de los compañeros que habían encarcelado en Carabanchel. A esa hora nos salimos con el chiquito, que estaba enfermo, y con su papá dimos vueltas por Madrid, a ver si podíamos refugiarnos en algún lado porque venían por nosotros. Estuvimos clandestinos hasta que un coronel, al que le gustaba muchísimo lo que hacíamos, nos ayudó a llegar a Francia.
Viviste con tu hijo de ocho meses en Francia, sola, de ahí viniste a México.
Hubo una llamada para decirme que parte del grupo con el que había hecho el disco de Los Montoneros estaba haciendo algo muy hermoso, Sanampay. Me fue a buscar Guadalupe Pineda al aeropuerto y yo con Juancito en brazos, y una sonrisa y los volcanes. Llegué en 77.
En México empiezas a desarrollarte otra vez como artista. Conoces a Guillermo Briseño, fueron pareja por varios años y viajaron por toda la República.
Le debo a Briseño el brinco al rock and roll, al blues y a entender que la música que se canta tiene que ver con la realidad de una manera dinámica, profunda, orgánica. De ahí que los talleres que doy sobre la voz, salgan de lo profundo, como el rock and roll, el de todos los tiempos, y decir lo que hay que decir para que las cosas cambien. Es una voz que va tras el deseo. México es un país muy generoso. Los que nos exiliamos aquí tenemos muchas cosas que agradecer: el alma, la capacidad receptiva, el don de la comunidad, las herencias indígenas: esta franqueza y mirada a los ojos, hablar desde el corazón, lo aprendí sobre todo con los zapatistas. Briseño es un músico rebelde, es un poeta que habla con humor de lo que le hace falta a México. En los viajes con él, fuimos a cantar a las normales rurales, había un fermento extraordinario en este país.
Tu más reciente espectáculo unipersonal, Partir el pan, es un recorrido muy valiente por tu vida. ¿Por qué decidiste hacerlo?
Lo percibo como una manera de querer cambiar y sentirnos juntos. Está sucediendo ahorita, incluye un montón de dones: la metáfora, poesía, ternura, hospitalidad, voluptuosidad, rigor para enfrentar las cosas por su nombre, con todo el cuerpo. “Vale la pena relatarlo en el escenario”, pensé, “para que sientan, en el reflejo, que hay algo que es posible cambiar”. Parto de una mesa rústica llena de objetos de toda mi vida. Con ellos escribo una relación de energía, que la voz suceda, que le llegue al otro como un golpe, una caricia, que penetre al cuerpo y algo suceda, algo distinto a lo que es esta cotidianidad apacible, supuestamente, pero ardiendo por dentro. Voy a intentar reponerla este 2015, tratando de que sea más obsidiana, más incisiva aún.
¿Que sigue ahora de tu voz y tu cuerpo?
Intento el libro sobre la voz, es una espiral, no es un método. Recuperar la voz, es como volver a la niñez. Decir: “mamá”, “sobrevivo”, “ámame”, así como lo oyes: “ámame”. En eso estoy, trato de escribirlo en un vértigo, un tsunami. La historia campesina, indígena de este país está llena de dignidad y de sabiduría, nos hace muchísima falta sacar este espíritu mexicano extraordinario, el de la Revolución. Lo sabía Violeta Parra. Hemos perdido esa capacidad, la de la palabra que arde, la palabra que podemos habitar. En estos talleres trabajamos la voz que va desde las entrañas, el eje más esencial del cuerpo, lo sexual, lo amoroso, afecta toda la musculatura. Voz del arrullo esencial pero también la ferocidad; voz instinto que acuerpa, contiene, convoca, la que sustenta los cambios, una voz potente, hermosa, serena. Como decían los poetas, para que el mundo se sienta de otra manera y podamos apoderarnos de él. No solamente la letra en el papel, los mensajes en las redes de internet. Hace falta poner el cuerpo, la belleza y la valentía en una voz que sustente este deseo de cambiar a pesar de todo.
¿Cambiar a partir de la propia voz y el cuerpo?
Abrir la voz es como desnudarse, nos pone en una sensación de vulnerabilidad. He descubierto una enorme tristeza cuando estamos discapacitados de habla y de resonancia. La palabra significante, real, esa voz es un arma, una caricia, un madrazo, es una vida alerta y encendida. Encender la palabra, darle fuego a lo largo de todo el cuerpo, que desafíe el miedo que da cambiar. Transformar un país da miedo, yo creo que estamos re empezando entre todos.